Antes de entrar en el libro de Sebastián Borensztein, recordemos algo de historia. Alfred Rosenberg tuvo un deshonroso final. Una vez concluidos los juicios de Núremberg, él y otros once jerarcas nazis fueron condenados a muerte por sus crímenes de guerra. Nueve murieron en la horca, entre ellos, Rosenberg . Martin Bormann fue condenado in absentia; Hermann Göring eligió suicidarse el día anterior al día de la ejecución. Hitler lo había hecho un año antes, junto con su mujer Eva Braun; lo mismo Joseph y Magda Goebbels. Pero volviendo a Rosenberg, cuya personalidad antipática y modos pedantes eran motivo de rechazo hasta para sus mismos correligionarios, este hombre que nació en lo que es hoy Estonia, fue el ideólogo de la política racial del Tercer Reich y uno de los que tenía a cargo los aspectos de la vida cultural de la Alemania nazi. Hasta aquí, la historia.
Ahora, la ficción. Alberto Rosenberg, el “Ruso”, es un joven judío del barrio de Mataderos, vástago de la única familia judía de ese barrio, hijo del shojét, es decir, el rabino que faena los animales según las normas kashrut. Huérfano desde muy joven, Alberto es enviado a un orfanato. En sus frecuentes escapadas del lugar, descubre el tango, y decide convertirse en cantor. A los 35 años, ya con una familia a cargo y frustrado por no brillar en el mundo tanguero, decide abandonar el canto para trabajar con su suegro en el rubro textil.
Con su experiencia como guionista, Sebastián Borensztein combina hábilmente lo histórico y lo ficticio en El ruso, su primera novela. Borenztein inserta a este singular personaje porteño en un submundo de espionaje, de nazis y de drogas, y lo catapulta a una misión que parece, además de imposible, sumamente riesgosa: infiltrarse en las esferas más altas del régimen nazi para provocar su caída. La excusa: los supuestos vínculos familiares entre los dos Rosenberg y la fascinación que el tango producía en la Europa de 1939.
El ruso Alberto Rosenberg es un hombre común y corriente; así y todo, y muy a pesar de sí mismo, debe dejar de serlo para convertirse en colaborador de los aliados, y así intentar salvar a la humanidad de un régimen sangriento. El Ruso es constantemente puesto a prueba y entrenado por Otto, un militar alemán que colabora con los aliados. Aunque debe seguir al pie de la letra las instrucciones de su entrenador, el Ruso se anima a infringir determinados códigos para conseguir aquello que le ha sido encomendado. La trama va tomando, conforme se avanza en la lectura, vueltas inusitadas que incrementan la tensión, efecto acompañado por el uso y abuso de metanfetamina que hace el personaje. A cada ingesta de Pervitin, el Ruso va empujando límites, y el lector se pregunta en qué momento se romperá ese delicado equilibrio de cosas.
Al mejor estilo Los simuladores, Alberto finge ser quien no es aunque deba disimular su justificado odio a los nazis que perseguían a sus hermanos judíos en Europa. Como hijo de shójet, el Ruso aplica aquello que en su temprana juventud habría visto hacer a su padre, en una irónica vuelta a lo que se suponía que Alberto debería hacer: continuar la tradición familiar. Como toda historia de acción que se precie, hay lugar para el romance en medio de la vorágine de acontecimientos que arrancaron al Ruso de una tranquila vida familiar en el barrio de Once y lo plantaron primero en París, y más tarde en Berlín; acontecimientos que mantienen en vilo a un lector que se pregunta hasta dónde será capaz de llegar un cantor de tangos del montón, en un entorno al parecer inexpugnable.
Enorme mérito de Sebastián Borensztein, el autor de esta fascinante historia con una inusitada vuelta de tuerca final. Viviana Aubele
El ruso
Sebastián Borensztein
208 páginas
Ed. Capital Intelectual
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