Por supuesto, son tiempos en los que todo sucede rápido, demasiado rápido. El 21 de abril de 2025 falleció el Papa Francisco y las redes sociales se inundaron de comentarios, fotografías, declaraciones, videos y memes referidos al luctuoso episodio. Diez días más tarde, cuando todavía el cónclave del Colegio Cardenalicio no había definido la sucesión papal, las mismas redes parecieron olvidarse por completo del asunto para pasar a no hablar más que de la serie furor del momento: El Eternauta.
De más está decir que resulta un hecho comprensible. Todo el mundo estaba deseoso de compartir su mirada personal sobre la primera adaptación audiovisual de la historia de ciencia ficción de mayor trascendencia que se haya concebido alguna vez en la Argentina. Dirigida y escrita por Bruno Stagnaro, con Ricardo Darín como intérprete estelar, la miniserie —producida por Netflix— retoma la clásica historieta creada por Héctor Germán Oesterheld, ilustrada originalmente por Francisco Solano López, publicada por primera vez entre 1957 y 1959 en el semanario Hora Cero.
La historia, de corte apocalíptico, narra los sucesos posteriores a una invasión alienígena que es precedida por una nevada tóxica que aniquila a la mayor parte de la población. En Buenos Aires, que es donde tiene lugar la acción, se organiza un movimiento de resistencia, encabezado por Juan Salvo, en la versión de Stagnaro un veterano de la guerra de Malvinas, su amigo de la infancia Alfredo Favalli y otros personajes. Se trata de una historia de supervivencia colectiva, cuya moraleja podría resumirse en la idea de que nadie se salva solo.
Las primeras oleadas de comentarios inundaron las redes sociales con opiniones y reseñas, tanto laudatorias como criticas. Muchos destacaron la calidad técnica y visual de la producción, un aspecto que solía parecer reservado a las superproducciones estadounidenses. Unos criticaron la decisión de Stagnaro de traer la acción al tiempo presente; otros la defendieron. Unos protestaron por la elección de los actores, por la decisión de no haber filmado en blanco y negro, por el hecho de haber añadido escenas que no estaban en el original; otros la elogiaron precisamente por esas mismas decisiones.
Hubo quienes apelaron a la memoria, para recordar que Héctor Oesterheld fue secuestrado, desaparecido, torturado y asesinado, al igual que sus cuatro hijas —Estela Inés (25), Diana Irene (22), Beatriz Marta (20) y Marina (20), dos de ellas cursando avanzados embarazos—, por la última dictadura militar, hilvanando así una oscura relación entre el relato ficcional y la historia reciente. Y también hubo quienes, carentes de todo sentido ético, usaron el asunto para relativizar o reivindicar la criminal acción represiva.
Por supuesto, creemos que vale la pena recordar estos hechos. O que El Eternauta fue una lectura prohibida entre 1976 y 1983 (aunque también, mucho más recientemente —en 2012—, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires eliminó la historieta de la currícula escolar pública).
Sin embargo, queremos poner el foco en otro aspecto. Y es que prácticamente al mismo tiempo que todos los comentarios referidos, o apenas muy poco después, llegó la inevitable ola de posteos dedicados a criticar a quienes habían opinado sobre El Eternauta, señalando la ingenuidad de sus respectivos autores por creer que sus opiniones podían llegar a importarle a alguien.
Así se multiplicaron declaraciones como «A nadie le importa si les gustó o no El Eternauta, así que vivan», o «Lo divertido de todes los que opinan sobre El Eternauta es que creen que nos importa», o «Sí, Jorge ya te vimos. Estaba esperando tu crítica para saber si verla o no», etcétera.
En primer lugar, cabría destacar que sí, que cada una de esas opiniones de seguro le importó a alguien: a cada persona que coincidió, sintiéndose identificada, con la opinión expresada, porque así es como funciona la llamada opinión pública: reafirmando opiniones propias a partir de las expresiones de los demás. El otro se convierte en alguien que valida, con su opinión coincidente, lo que uno mismo cree. Este mecanismo opera más allá de que las opiniones en cuestión sean razonabilísimas o totalmente absurdas. Por este motivo es que las redes sociales digitales multiplican el terraplanismo, las teorías conspirativas o los grupos sectarios en general. El algoritmo nos ofrece interactuar con personas que opinan lo mismo que nosotros, y cada like que recibimos nos convence de estar en el rumbo correcto.
Pero, por otra parte, llama la atención la ingenuidad de este segundo grupo de críticos, que se ocupa de destacar la ingenuidad de los primeros. Como si a alguien le pudiese importar que a ellos no les importe la opinión de quienes dicen cosas sobre El Eternauta (aunque, sí: esta opinión les importa a quienes coinciden en que la opinión de los otros es irrelevante).
Entonces, sucede lo siguiente:
Uno: Sí, ya te vimos. Estaba esperando tu crítica para saber si ver o no El Eternauta. ¿Por qué pensaste que tu opinión era importante?
Otro: Y vos, decime… ¿Por qué sería importante que sepamos que a vos no te importan las opiniones de los demás sobre El Eternauta?…
Uno: ¿Y por qué sería importante saber que a vos no te importa que a mí no me importe?…
Otro: ¿Y por qué sería importante saber que a vos no te importa que a mí no me importe que a vos no te importe?…
Y así podríamos seguir, hasta el infinito y más allá, en un auténtico diálogo de sordos que juegan a invalidarse mutuamente reafirmando el propio discurso. Entonces lo que sucede es que, si acaso había algo verdaderamente importante para decir y escuchar, fuese lo que fuese, previo a esta discusión sin sentido, ya ha quedado diluido en una nada absurda.
Lo que sucede es que las redes sociales, a pesar de lo que parece dictar el sentido común, no son espacios de comunicación, sino de pura exposición narcisista. Espacios que generan efectos de sentido a partir de la puesta en contacto o de la colisión de unas discursividades con otras. En lo esencial solo generan ruido, en tanto invisibilizan al otro como un interlocutor legítimo. Las redes son un espejo en el cual nos (ad)miramos. El otro solo nos importa en tanto nos valide individualmente con su like o su opinión, pero no cumple la función de una alteridad real.
«Publico en redes, ergo existo», podría declarar un pseudocartesiano contemporáneo. «Y tengo razón en lo que digo, porque tengo muchos seguidores y numerosos likes«. Si alguien se presenta como un obstáculo a esta aseveración, siempre está la posibilidad del bloqueo. De este modo, el sesgo de confirmación se autorregula a cada momento, potenciando lo que la socióloga rumana Renata Salecl denomina pasión por la ignorancia.
Por supuesto, cuando se tiene un conocimiento real de ese otro que se expresa en las redes, ahí habrá una comunicación posible. Pero esto no modifica la esencia señalada anteriormente: las redes sociales, de sociales tienen poco y nada. Tienen, por el contrario, mucho de amplificadoras de un narcicismo recalcitrante, que marca la cultura contemporánea del individualismo, que nos atraviesa. Pueden ser hasta cierto punto útiles, pueden ser entretenidas, pero se parecen más que nada a un espejo. A uno de esos espejos de feria, que deforman todo lo que muestran reflejado.
«La brújula anda bien, lo que que se rompió es el mundo», le hace decir Stagnaro a uno de sus personajes en El Eternauta. Tiene razón. Desde hace rato que tiene razón. Por cierto, no podríamos dejar de dar nuestra propia opinión sobre esta serie. Es indispensable verla, por todos los sentidos que rescata. El de la memoria, el de la identidad, el de la resistencia. Y sobre todo la idea de que, si acaso hay una salida, la vamos a tener que encontrar no de a uno, sino juntos. Germán A. Serain
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