Confieso que cuando, un par de años atrás, Fernando Ortega me esbozó su proyecto para un cuarto libro sobre Mozart, no pude evitar sentir una mezcla de vivaz expectativa y velado escepticismo. Mi amigo se proponía presentar las siete grandes óperas del genio salzburgués en la forma de un itinerario que emula los pasos de Dante Alighieri en su travesía por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso… Hoy, después de la lectura atenta de Avec Mozart, un parcours à travers ses grands opéras (Con Mozart, un recorrido a través de sus grandes óperas), encuentro más que colmadas mis expectativas y extinguida mi incredulidad. Este cuarto trabajo de Ortega, junto a Claire Coleman, se presentó finalmente el pasado 13 de enero en París, en el auditorio del Collège des Bernardins; y el siguiente 27 de enero —día del nacimiento de Mozart—, en Praga, ante una selecta reunión de diplomáticos y empresarios, organizada conjuntamente por la Embajada Argentina y la Embajada de Francia.
Durante su presentación, los autores señalaron que quienes alguna vez han leído —o acaso hojeado— La divina comedia tienden a recordar más que nada el Infierno. Comentaron también que “esa infatuación con el infierno se explica por la fascinación que desde todos los tiempos el mal ejerce sobre el hombre” y agregaron que, según Jacqueline Risset, “la literatura francesa del siglo XIX es como una secuencia de ensoñaciones alrededor del Infierno de Dante”.
En su trabajo anterior, La voz escondida, diálogos sobre Mozart, Claire Coleman y Fernando Ortega notaban que existe en Mozart un constante fondo de felicidad, que va mucho más allá del encanto o la belleza; pues el músico nunca temió tratar los temas más centrales de la condición humana, como el mal, el amor o la muerte. Los autores de Avec Mozart piensan que, junto con la intensa belleza que le es propia, “la felicidad que habita su música suscita interrogantes igualmente inquietantes”. ¿Acaso esa inquietud que convive con el gozo responde al presentimiento de una ineludible catástrofe que acecha detrás de todo paraíso terreno? Si no, ¿cómo podemos entender el “abismo entre Las bodas de Fígaro y Don Giovanni” , óperas tan cercanas una de otra en su concepción? Para explicarlo, no alcanza ni por lejos la conmoción provocada en el maestro por la muerte de su padre Leopold, ocurrida entre ambos estrenos. Las preguntas planteadas nos llevan directamente al núcleo dramático de Mozart en sus óperas de madurez: su relación con Dios, con su padre y con sus dos “óperas-infierno”.
Para comprender mejor el alcance de la problemática en juego, acompañemos esquemáticamente el doble recorrido dantesco que proponen Fernando Ortega y Claire Coleman, los autores de Avec Mozart:
* Infierno: Idomeneo
* Purgatorio: El rapto en el serrallo
* Paraíso: Las bodas de Fígaro
Muerte simbólica (Don Juan desaparece)
* Infierno: Don Giovanni
* Purgatorio: Così fan tutte
* Paraíso: La flauta mágica
Testamento: La clemenza di Tito – Requiem
Muerte física (Mozart desaparece)
Hay un cluster de dos óperas por cada estación: 2 óperas-infierno, 2 óperas-purgatorio y 2 óperas-paraíso. Con esa referencia, intentemos ahora una síntesis del itinerario propuesto. Para eso, vamos a distinguir los miembros de cada cluster como Infierno e Infierno’, Purgatorio y Purgatorio’, etc.; y para comprimir dentro de una mínima expresión el recorrido, vamos a llamar “hijo” y “padre”, respectivamente, a los personajes que cumplen simbólicamente esos roles. En Infierno, el padre -Idomeneo- se dispone a sacrificar a su hijo Idamante en cumplimento de un voto realizado a Neptuno para escapar de la muerte en un naufragio. Nos encontramos ante un fatal encierro: “abandonad toda esperanza, vosotros los que entráis”. En Purgatorio, atravesamos un proceso de purificación que nos lleva a Paraíso, Las bodas de Fígaro, en donde parece alcanzarse una suerte de cielo en la tierra, con la sublime música del perdón que desciende sobre todos. ¡Pero Mozart va a destruir sin clemencia ese cielo en la tierra…! Solo para reemprender el viaje por Infierno, Purgatorio y llegar, finalmente, a un renovado Paraíso; que tampoco es la estación final sino que conduce a su vez a una tercera y última jornada por las mismas dolorosas instancias, más concentradas e intensas, en La clemenza di Tito y en el Requiem.
¿Por qué (¡después de tocar el cielo!) recaer en un encierro más infernal que el anterior? ¡Qué despiadado contraste entre la escena del perdón en Las bodas de Fígaro y la escena de mutua aniquilación entre el Comendador y Don Juan, entre padre e hijo! Mientras que Fígaro “exhala una felicidad sin precedente en la historia de la música”, Don Giovanni es sinónimo de arrogancia, egoísmo, muerte, angustia, crueldad y venganza. ¿Por qué? Porque hay que morir, dicen los autores.
Desde un punto de vista psicoanalítico, habría que morir a la idea de un padre que viene a arrancarnos del paraíso fusional que une al niño con la madre. Para eso “es deseable la irrupción de una figura paternal para alejar ese riesgo, mortal para el hijo. Esa irrupción no puede menos que sentirse como una irrupción brutal: al comienzo de La flauta mágica, Sarastro se presenta como un monstruo que ha arrancado a Pamina de su madre, la Reina de la Noche. En un primer momento, la imagen del padre puede, entonces, mostrarse inquietante o, más bien, terrible.
En Avec Mozart, Claire Coleman y Fernando Ortega interpretan que Don Juan, “parangón de inmoralidad y gran depredador, es siempre el espejo de nuestros deseos y de nuestras pasiones”. Es como si el perdón maternal, femenino, de la ópera anterior, hubiese llegado demasiado pronto, demasiado fácil, demasiado dulce, demasiado blando, demasiado idealizado. Es —insisto— como si para alcanzar el verdadero perdón fuese necesario morir. ¿Pero morir cómo? ¿Hay una relación entre la muerte y la voluntad de Dios? Aquí surge una pregunta subyacente: la de qué imagen nos hacemos de Dios. ¡Pregunta más que nunca actual! En nuestro occidente ex cristiano, cuando alguno declara ‘yo no creo en Dios’, habría que tener el coraje de felicitarlo. Porque, nueve veces sobre diez, el Dios ‘en el que no se cree’ no es Dios. No es más que una caricatura detestable del verdadero Dios”.
En ese sentido, sostienen, se explica el tremendo contraste entre el beatífico final de Fígaro y los siniestros acordes en re menor de la obertura de Don Giovanni. “¿No es acaso la irrupción de alguien que viene a romper el paraíso fusional? Querubino ha crecido”. Ahora se llama don Juan y está llamado a otra cosa que no tiene nada que ver con el amor sino con una abrasadora sed de posesión y goce. Desde un punto de vista cristiano, más allá de la interpretación psicoanalítica, se hace evidente la necesidad de morir al hombre viejo para resurgir en un hombre renovado. Esa muerte significaría también morir a la ilusión, a la imagen irreal de un Dios imaginario que busca nuestro castigo…
A través de la singular trilogía Bodas de Fígaro, Don Giovanni y Così fan tutte, el machucado héroe mozartiano deberá aprender que las mujeres no son divinas, sino humanas; mucho más aun, que él mismo no es divino, sino humano. Procedente de un primer paraíso, Don Giovanni se puede entender como un necesario y doloroso portal —junto con la desazón, acaso mayor, de Così fan tutte— en nuestro largo camino de gozo, dolor y gloria hacia una nueva Jerusalén, hacia el verdadero paraíso del ágape. Es decir, vida, via crucis, pascua… José María Kokubu Munzón