ALBERTO SZPUNBERG (1940-2020), poeta

Una personal y reflexiva despedida al poeta y periodista argentino

Me da cierta pudor reconocerlo, aunque por otra parte sé que resulta inevitable: es sencillamente imposible conocer todo aquello que merece ser conocido. Digo más: que acaso debiera ser conocido. Pero incluso este “debiera” es en definitiva falaz. ¿”Debiera” según la autoridad de quién? ¿Cómo se instala el parámetro? Por supuesto, no es lo dicho hasta aquí lo que me avergüenza, sino lo que sigue. De casualidad leo un nombre -Alberto Szpunberg-, mezclado entre las noticias del día, en un título que anuncia una muerte. Una muerte más, entre tantas. Una muerte que podría seguir siendo no más que otra muerte anónima, entre otras tantas, si no fuese porque allí hay un nombre, un apellido, y además una palabra. El nombre nada me dice; pero me detengo en la palabra que lo acompaña, que me impulsa a averiguar un poco más: poeta, dice.

El título, concretamente, señala que “Murió en Barcelona el poeta argentino Alberto Szpunberg“. Luego amplía: que falleció este pasado viernes 13 de noviembre (2020), en un hospital de Barcelona, donde estaba internado con un delicado cuadro de salud a raíz de una complicación por Covid-19. El artículo -un obituario de compromiso- puntualiza algunas cuestiones en relación a su carrera como periodista, hace referencia a su militancia política, que le valió el exilio, y menciona por supuesto su edad, dato infaltable en este tipo de noticias: 80 años.

Me digo entonces que alguien, un ilustre para mí desconocido, ha dedicado su vida -entre otras cosas, obviamente- a escribir poesía, y sin embargo yo, siendo compatriota y contemporáneo suyo, no he escuchado siquiera mencionar jamás su nombre. Yo, que debería haberlo escuchado, me acuso. Yo, que debería haberlo conocido. Pero el sentimiento de culpa es en vano. Resulta sencillamente imposible conocer todo aquello que merece ser conocido. La vida es demasiado breve para tan grande propósito.

De haber conocido yo a Alberto Szpunberg, previo a este día, en definitiva tan fatal como cualquier otro, de haberle dedicado tiempo a la lectura de su obra, o a su biografía, seguramente hubiese debido prescindir -como seguro lo estoy haciendo ahora mismo; como lo está haciendo también el lector de estas líneas- de alguna otra cosa igualmente importante; igualmente necesaria. Me pregunto qué me estaré perdiendo ahora mismo, mientras busco en internet algún poema suyo, algunas palabras, pero la pregunta se extingue apenas encuentro las primeras, que dicen:

Ni siquiera la palabra mirlo puede ser el silbido del mirlo,
ni siquiera la belleza, entre escombros, de decirlo: mirlo,
no sólo esa cadencia en el balanceo de las ramas,
sino el silencio al oído que anida en el mirlo
para que el silbido sea solamente mirlo:
es el temblor de las sílabas únicas en los labios,
la claridad del aire como si sus alas me rozaran.

Y entonces paso rápidamente las páginas, aunque esto sea apenas una manera de decir, porque en verdad estoy navegando las aguas de internet, y arribo a estas otras:

Un camino de hormigas se abre paso entre las hojas,
el mismo que marca el índice, el que enhebra palabras.
Mientras, las hormigas brotan desde un matojo de mugre,
sin pretéritos, sin héroes, sin bronces, sin glorias:
es sólo el camino que las conduce hacia donde las lleva.
¿Qué más que un destino humilde de porteador de carga
para llevar al hombro un bulto de infinitas páginas?
Confío mi esperanza toda a esa hormiga que lleva
la brizna más ocre: tan real, su otoño; tan tenue, su verde.

Y entonces busco todavía algo más, porque se me ha abierto un extraño apetito, y me encuentro con una carta que este hombre le escribió alguna vez a Mozart. Extemporáneamente, por supuesto. Tan extemporáneamente como escribo ahora mismo estas líneas; en el descubrimiento tardío (aunque por fortuna no tanto, pues todavía estoy vivo) de alguien que acaba de partir; desencuentro trágico e inevitable, como muy probablemente lo sean todos los desencuentros. Germán A. Serain

A veces, sobre todo de noche, suelo pensar que, si no fuera
usted el que está muerto, tendría que estarlo yo, sin más remedio,
pues siempre el tiempo, esta chorrera de memorias, o ese océano de por medio
impiden que podamos compartir la misma mesa, la misma madrugada,
la misma caminata junto a un río, este río, cualquier río,
ya sea el Rhin, que no conozco, o el de la Plata, el más ancho del mundo,
donde a veces tiro mis líneas para sacar bagres oscuros y pobres
como todo lo nuestro.
Creo que hay diferencias entre nosotros que mejor dejarlas como están:
usted jamás sobreviviría a este clima, en fin, este verano,
y la humedad, que es lo que aquí mata, nunca le inspiraría el menor divertimento.
Por mi parte, aunque emocionado por sus mejores oboes, flautas y violines,
yo no dejo de sospechar que solo en el fondo del río, y nunca en su corriente,
usted podría encontrar el silencio necesario para que sus condes y marquesas
le hagan audiencia, tosan con disimulo, se abaniquen quedamente.
Nosotros, en cambio, del fondo del río solo rescatamos bagres y bogas,
digamos que a veces con las manos atadas a la espalda
y los ojos hinchados de terror.
Por eso, quizá por eso mis amigos y yo somos tan fieramente animales
que ni siquiera sus infinitas melodías nos amansan.
Somos resentidos, Herr Wolfgang, y nadie de estas tierras podrá perdonarle
que a los cuatro años usted definiera su vida sentándose al piano para siempre.

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