AISLAMIENTO SOCIAL, cuerpos ausentes

Una reflexión acerca de las tecnologías, los consumos culturales y el distanciamiento

Corría el año 1936 cuando el filósofo alemán Walter Benjamin publicó su famoso ensayo titulado La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. En ese trabajo, muy apreciado por los cientistas sociales, el autor intenta poner en relación el sentido de la tradición artística, en particular las artes plásticas, con la esencia propia de las por entonces pujantes tecnologías vinculadas a la fotografía y el cinematógrafo.

Benjamin señala un elemento que distingue de manera definitiva una obra de arte original respecto de su eventual reproducción fotográfica, y lo identifica con el concepto de “aura”. Para ponerlo en términos simples, el aura de la obra de arte estaría relacionada con su singularidad, con su condición de ser algo irrepetible. Un cuadro cualquiera, al margen de su calidad artística, siempre ha de ser único, y como tal no puede estar en más de un lugar a la vez. Incluso si pensamos en la eventual existencia de una copia, esta reproducción tendrá también un aura propia, una unicidad que la conectará con quien la haya realizado. En otras palabras, tanto la obra como la copia serán obras únicas.

Para que se comprenda mejor lo expuesto, es muy diferente lo que sucede con una fotografía, caso en el cual un negativo permite la producción de innumerables copias idénticas, indistinguibles una de la otra. Lejos de poder identificarse un original único, toda fotografía que haya sido producida a partir de ese negativo será de hecho un original. En este caso, no tendría sentido hablar de un aura.

Lo mismo podría señalarse respecto del cine, puesto en relación con la obra de teatro: mientras esta última exige del espectador que esté presente en un lugar y un momento precisos, donde y cuando se desarrolle la función, una misma película, a través de múltiples copias idénticas, puede ser proyectada en cientos de salas, en horarios diversos, o bien de manera simultánea en diferentes lugares. Y no tendría sentido decir que en una sala se ha proyectado la película original, y en otra una copia de la primera.

Los cambios tecnológicos han acarreado desde siempre formas alternativas y novedosas de producir y consumir manifestaciones culturales. Al momento de escribir su ensayo, evidentemente Benjamin no pudo imaginar los alcances que estos cambios tendrían menos de un siglo más tarde, de la mano del desarrollo de las tecnologías digitales. Seguro que hubiese quedado impactado. Tampoco podría haber imaginado las consecuencias del uso de estas tecnologías en relación a la crisis sanitaria que determinaría en el año 2020 disposiciones de aislamiento social a nivel planetario.

Lo cierto es que la suspensión de los espectáculos públicos (funciones de teatro, conciertos, eventos deportivos) fue una de las primeras consecuencias de esas medidas preventivas. Fue razonable hacerlo, por supuesto, y quedaron pruebas de ello: en la ciudad de Washington, los integrantes del coro de una iglesia presbiteriana recibieron a principios de marzo un mensaje en el que se les comunicaba que pese a la pandemia se llevaría a cabo un ensayo que estaba programado. El resultado fue que a pesar de haberse tomados precauciones de higiene y distanciamiento, unos días después del ensayo 45 coreutas de 66 que participaron fueron diagnosticados con Covid-19 y dos fallecieron.

Suspendidos los conciertos, el público se volcó a los registros audiovisuales de conciertos, recientes o históricos. Pero más tarde los artistas, necesitados de retomar de algún modo su actividad, se las ingeniaron para generar pequeños recitales, actuando cada uno desde su propia casa, uniendo inclusive las actuaciones de varios artistas a través de una edición diferida.

La idea ni siquiera es novedosa: en 1993, ya sobre el final de su carrera, Frank Sinatra lanzó un disco de duetos con numerosos artistas, que fue un éxito comercial. Sin embargo, todas las canciones fueron ensambladas electrónicamente, sin que Sinatra llegara a cantar con ninguno de sus partenaires. Un recurso similar utilizarían Los Beatles en 1995 para crear dos nuevas canciones en su disco Anthology, sobregrabando voces e instrumentos a una antigua cinta con la voz de John Lennon que hasta ese momento había permanecido inédita. La magia de la tecnología superaba ya no solo la distancia, sino también las fronteras de la muerte.

Con la pandemia los videos se multiplicaron. Y la idea alcanzó incluso dimensiones institucionales. Así, por ejemplo, la Metropolitan Opera de Nueva York reunió un seleccionado de grandes artistas en un concierto virtual del cual participaron Anna Netrebko, Renée Fleming, Elina Garanča, Jonas Kaufmann, Roberto Alagna y Bryn Terfel, entre otros. El objetivo fue recaudar fondos para los trabajadores de la institución, golpeada financieramente, al igual que muchas otras en el mundo, por la suspensión de la temporada. En este caso, respetando el aislamiento social, quienes actuaron lo hicieron en directo desde sus hogares y todo se ensambló en tiempo real a través de los equipos que se usan habitualmente en las transmisiones del Met a otros teatros.

Todo esto es muy simpático. Y es de suponer que marca una tendencia que seguirá incluso después de que las restricciones se levanten. Pero regresando al pensamiento de Benjamin, cabe preguntarnos qué sucede en estos casos con el aura de la obra de arte. O si pensándolo un poco no resulta de hecho penoso esto de hacer música así, con los músicos ausentes de cuerpo no solo respecto del público, sino incluso también en relación al resto de sus compañeros.

Si se nos permite la analogía, se trata de algo parecido al llamado sexo virtual, que considerado con propiedad podrá valer como un ratoneo más o menos sensual o pornográfico; pero que de sexo, propiamente dicho, tiene poco y nada. O al menos carece, en dicho sentido, de aquello que resulta precisamente lo más esencial e interesante.

Por más que el argumento sea que se intenta seguir compartiendo la música, lo cierto es que la presencia física no es algo prescindible. O por lo menos no se puede prescindir de esa presencia sin un costo real. El aquí y ahora de un concierto está en la sala, con los músicos y el público compartiendo un mismo tiempo y un mismo espacio. Acaso sea posible capturar algo de esto en una grabación, ya sea en un disco o en una filmación. Pero música en directo sin una presencia física no es más que un simulacro. Y lo grave del caso es que probablemente esta moda termine generando un nuevo modo de acercarnos al arte musical.

En otras palabras, el proceso es casi asintomático, sutil, quizás imperceptible. Pero con este distanciamiento que las tecnologías disimulan -pero de ninguna manera anulan-, el aura de la obra de arte se atrofia, y la significación artística se degrada. Finalmente, a fuerza de acostumbramiento, se corre el riesgo de que la sensibilidad necesaria para apreciar toda esa magia se termine perdiendo definitivamente. Germán A. Serain

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