Un hembro – Actúan: Maiamar Abrodos, Juan Barberini, Claudia Cantero, Pilar Gamboa, Horacio Marassi – Música: Gabriel Chwojnik – Iluminación: Fernando Berreta – Vestuario: Flora Caliguri – Escenografía: Laura Copertino – Dramaturgia: Rubén Sabbadini – Dirección: Laura Paredes
Esta obra comienza -y probablemente también termina- en una notoria indefinición. En una serie de indefiniciones, si el lector reclama que seamos más precisos. Sin embargo, para los cinco personajes de este interesante trabajo, los hechos parecieran tener una coherencia oscura, que al espectador se le escapa.
Al principio no lograremos comprender el contexto, ni cuáles son los hechos de los cuales se está hablando. Y si al final de la obra el espectador sigue sin poder despejar estas incertidumbres, no debería preocuparse demasiado. Porque lo rico de este texto, escrito por Rubén Sabbadini, es que aunque el hecho central de la historia se mantenga en una empecinada posición evasiva, hay en torno del mismo una riquísima cantidad de vectores laterales, con diferentes líneas de interés que invitan a la reflexión.
Así, por ejemplo, ¿cómo discriminar entre aquellas fantasías que conviene llevar a la realidad y aquellas otras que no? ¿Cómo reflexionar en relación a asuntos tales como la autoridad, el choque entre la civilización y la naturaleza, la propiedad privada? ¿Qué tan compatibles son la velocidad y la capacidad de pensamiento? ¿Cómo o desde dónde pensar las diferencias? ¿Qué hay de la famosa grieta, de los bandos, y de la horrorosa posibilidad de no pertenecer a ninguno? Y usted, que lee estas líneas, ¿en dónde estaba cuando comenzó todo esto? ¿Qué estaba haciendo? Y no: no vale preguntar a qué refiere la expresión «todo esto».
Cinco personas, o personajes. Cada una en su propio contexto escénico. El dispositivo teatral, básicamente estático, hace que los personajes interactúen entre sí desde la palabra, desde el diálogo, pero casi nunca a través de un intercambio corporal. Cada uno tiene su propia identidad, su propio rol, en el marco de su propia escenografía y vestuario. Así las cosas, es razonable que también tenga cada uno de ellos su propia perspectiva, desde la cual consigue definir el sentido de las cosas.
De todos modos entre ellos se entienden. O por lo menos parecen creer que se entienden, o que saben de qué se trata eso que el público apenas puede intentar adivinar o intuir. Indefiniciones, ya lo hemos dicho. Pero son indefiniciones seductoras. Después de todo, ¿acaso el mundo no está construido de estos mismos materiales? ¿Por qué habríamos de esperar de una obra de teatro precisiones que la propia realidad del mundo no nos ofrece?
Por supuesto, las incertidumbres nos molestan, en ocasiones incluso nos ofenden. Una tradición cultural de siglos nos malacostumbró a la pretendida objetividad de las definiciones justas. Y allí donde el mundo no ofrece certezas definitivas, nosotros nos las inventamos. Aquí se pone en evidencia el revés de esa trama. Y el juego verbal en torno de una imprecisión de género a tono con los tiempos que corren, no es más que el guiño anecdótico que sirve para denunciar una violencia mucho más extendida: la propensión cultural de que todo deba ser encasillado, rotulado, definido, como requisito sine qua non para ser aprehendido y aceptado.
¿Y si un día las cosas cambian? ¿Si cada uno de nosotros contribuye en algo a que cambien? Imaginemos, por ejemplo, que llegue el día en que ya no haya que pedir permiso para comer. La respuesta nos la da uno de los personajes: No nos hagamos tantas esperanzas, que todavía es demasiado reciente la cosa. ¿Qué cosa? ¿Estamos acaso en presencia de una especie de revolución que nos involucra? Maybe.
Y una cosa nos lleva a la otra. Y así es como los diálogos no se entienden, pero a un mismo tiempo se entienden, y van dejando huella, van dejando marcas. Y si el texto no es más transparente es porque cuando estamos frente a algo que no conocemos, no podemos nombrarlo.
Pero uno de los beneficios del arte es que permite decir, más allá de las palabras. Y en cuanto nos detenemos a considerarlo, nos damos cuenta de que estamos frente a un texto de estética infrecuente, pero poderoso. Y si el sentido de la obra no es más concreto, acaso sea porque los personajes en realidad no son cinco, sino seis. El espectador debe poner su propia parte en la construcción de un sentido. Si se atreve, por supuesto. Germán A. Serain
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