Un martes a las 22.05. Llueve intensamente. Llego a Rumi, uno de esos raros híbridos, originalmente discoteca, que devino restaurante sin dejar la discoteca. Es decir que si no se apura a comer, en algún momento le sacarán la mesa pues quieren bailar. Allí me encontraré con 4 amigos para comer. Pero vamos por partes.
El estacionamiento: Arrimo mi auto a la entrada para preguntar si tienen estacionamiento, se me acerca un hombre vestido de jean y remera blanca, sin identificación alguna, y dice: “’ta bien, ¡déjelo ahí nomás!”. Le digo que no, que cómo le voy a dejar el auto si no se quien es y que prefiero estacionarlo por mi propia cuenta y quedarme con las llaves. Su respuesta es: “entonces si quiere súbalo a la vereda y lo cierra y le cuesta 20 pesos”. Todo esto con la anuencia y connivencia de un agente de la Policía Federal que pertenece a la Comisaría 51ª y no se hace mucho problema por el uso de la vereda. Le digo al hombre de jean que el precio –sobre todo considerando que es espacio público y además está prohibido- me parece un disparate. Insiste, “entonces déjelo acá, yo se lo estaciono y me paga 10”. Pregunto dónde lo va a estacionar -ya que no veo playa alguna- y quién se hace responsable ante un choque o robo. Ya medio cansado espeta: “si le digo que lo deje, es porque Rumi se hace responsable”. El que se cansa ahora soy yo, y lo estaciono a la vuelta, donde también hay un cuidador, pero le daré lo que yo considere apropiado por “cuidarlo” y será en el momento en que me vaya.
El ingreso: Entro a Rumi, donde me preguntan si tengo reserva. Ante mi respuesta de que me espera adentro la persona que ha hecho la reserva, me franquean la entrada. Avanzo 2 (dos) metros más y me vuelven a preguntar si tengo reserva. Insisto en que me esperan adentro y mientras me ponen la mano prácticamente sobre mi pecho para que no se me ocurra dar un paso más, me dicen que espere pues corroborarán la reserva y me acompañarán a la mesa. Ya estoy agotado. Me pregunto si estoy llegando a la NASA.
El menú: Ubicado en la mesa, el mozo ofrece un menú que consta de un plato, un postre y 1 (un) vaso de vino, o gaseosa, o agua. Pero hay posibilidad de optar entre tallarines con tuco o pollo con verduras para la primera opción y mousse con frutos del bosque o helado para la segunda. Opto por el pollo al igual que uno de los comensales que me acompaña, el cual tiene la disparatada idea de pedir que por favor le traigan pechuga. Respuesta del mozo: “No, no se puede elegir, le toca lo que le toca”.
¿Qué ley?: Entre tanto, observo que en una mesa vecina encienden cigarrillos. Le aclaro al mozo, por si no lo sabe -a pesar de la enorme cantidad de carteles que hay diseminados por el lugar-que la prohibición de fumar en lugares públicos y cerrados es ley. Me dice que no puede hacer nada y ofrece que hable con la encargada. Llega la encargada y dice que ella intenta que la gente fumadora apague los cigarrillos, pero que se le va de las manos. Mientras, desde otras mesas observan los focos de humo y colaboran encendiendo más cigarrillos.
El postre: LLega el momento del postre y pregunto de qué gustos son los helados. Vainilla y dulce de leche, nos informa el mozo. Pedimos cuatro de dulce de leche y uno de vainilla solo. Pasan interminables minutos que traen como resultado varios helados de… ¡frutilla y crema!… y uno de dulce de leche. Le pregunto si podemos cambiar, ya que hemos pedido 4 de dulce de leche. Respuesta: “No, no se puede elegir, le toca lo que le toca”.
Epílogo: Pido la cuenta, preguntándome que será lo que me toca. Es la hora 23.50. Después de 25 minutos de espera, y una excusa: “la cuenta ya está por salir, lo que pasa es que se retrasó pues había otras…” decido dejar a mis amigos el dinero aproximado, y abandonar raudamente el lugar, con la promesa de nunca jamás retornar. Martin Wullich
Rumi cerró finalmente sus puertas en 2013. Se veía venir…
Estaba en Av. Figueroa Alcorta 6442, entre Sucre y Pampa – Cap.
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