“¿El toro o usted?” pregunta la sabia maestra. Olga Ferri clava sus enormes ojos negros en la nenita, ocho años, riguroso rodete, malla negra y zapatillas de media punta rosadas, la vista fija en el suelo.
“¿El toro o usted?” insiste, esta vez con una pícara severidad. Toda la clase está expectante de la respuesta de la alumna, hasta que al fin se escucha en un hilo de voz.
“Yo…”. La maestra sonríe satisfecha. “Así me gusta. El público es como un toro, y ustedes están en la plaza para la corrida. La actuación es así, todo o nada, y quiero que mis alumnas aprendan a enfrentarse al toro, a tener confianza en sí mismas, a jugarse por algo en la vida. Eso es la danza”.
Esa era Olga Ferri. Desde que pisé su Estudio, el 5 de mayo de 1976, nunca olvidaré esa primera clase, cuando me sedujo el Arabesque N° 1 de Debussy que acompañó el primer adagio en el centro, del cual hasta recuerdo la coreografía. Luego comprobé que todas sus alumnas tenemos presente la fecha en que tomamos nuestra primera clase con Olga… Olguita para sus fans. Yo no podía creer que tuviera enfrente a semejante maestra, enfundada en su malla turquesa, con su pollera de gasa rosada, marcándonos todos los pasos con una perfección pasmosa. Decía “aquí no hacemos festivales para que la nena se luzca. Aquí se viene a estudiar en serio, a formarse como bailarinas.”
Una de sus características más típicas era su generosidad. Nunca escatimó una enseñanza, un secreto. Sus consejos servían tanto para bailar como para vivir. “Miren todo, absorban todo, sean curiosas. Lo que corrijo a cada una es para todas. No sean como la sopa instantánea; en mi época la sopa se cocinaba lentamente, se le iba agregando la verdurita, los condimentos, y así salía más rica. No quieran todo para hoy, para ya mismo; crezcan, aprendan algo cada día. Sientan el placer de quedarse en un equilibrio, y volar.” Y esa generosidad la retroalimentaba en cada clase, en cada corrección. “Soy como Madame Sousatzka”, solía decir, en alusión a la implacable maestra que Shirley Mac Laine caracterizó para el cine. “Muchas de mis alumnas se van, siguen sus propios caminos, pero siempre vienen otras a las que puedo darle todo, una vez más”.
Más de treinta y cinco años de amistad me unieron a ella. Gracias a su influencia, pude ver y entender la danza de otra manera, fuera de toda valoración desmesurada de la pirotecnia, tan vistosa como vana cuando no tiene detrás algo más. “Para ver giros, puedo ir a ver patinaje sobre hielo” decía Olga, “pero la danza es otra cosa. Ustedes se preocupan tanto por los fouettés, pero si embargo no se dan cuenta de que hay ballets que no tienen fouettés, pero seguro que tienen pas de bourrés, y hacerlos con calidad no es fácil”. Y es verdad: ese deslizamiento, esa “corridita” sobre las puntas, era una de sus grandes especialidades.
La música también marcó mi paso por sus clases. El gusto brahmsiano de Olga la llevaba a pedirles a los pianistas acompañantes que tocaran sus valses, y así conocí los dieciséis, y luego aprendí a tocar muchos de ellos. “No cuenten, canten” era su cotidiano consejo, tendiente a integrar la música a nuestro cuerpo. Por el Estudio de Olga pasaron grandes bailarines. Recuerdo cuando Fernando Bujones tomó clase con ella (¡y con nosotros!) durante una visita a Buenos Aires. Y también Jorge Donn, y más recientemente Mikhail Baryshnikov. Muchos de sus alumnos bailan hoy día en compañías internacionales, lo cual era su orgullo, como madre artística. Pero sin lugar a dudas, un lugar especial en su corazón estuvo siempre reservado para Paloma Herrera, esa hermosa gema a la cual Olga supo hacer brillar como a nadie.
Admirada como la gran estrella de la danza argentina, Olga supo darse con toda su alma por cuarenta años al frente de sus clases, y dejar así en sus alumnas, hermanadas hoy en el dolor, su mejor herencia. Patricia Casañas
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