Decía León Ferrari: «Me parece natural y humano que el cronista, quizás sin darse cuenta, pase por el plano de la crítica y llegue hasta el de la teoría del arte pretendiendo dictar los reglamentos a los cuales deberían ajustarse los artistas. Parece que el cronista quisiera descartar del arte aquello que sea crítica acre o corrosiva y sugiere que se impida la exposición de obras que “no permiten dudas sobre su filiación y por lo tanto sobre sus fines”. Quitar la crítica del arte es cortarle su brazo derecho; limitar la crítica a lo que no sea acre o corrosivo es ahogarla con azúcar; prohibir la exhibición de cuadros porque el espectador puede darse cuenta de que el autor es comunista y sus fines son la implantación de la dictadura del proletariado es pretender introducir la discriminación ideológica en el arte, es la censura previa: esta escultura parece ser de un comunista y parece querer decir Viva Lenin: afuera. Aquella otra no evidencia color político: adentro. Creo que ni a McCarthy se le ocurrió una idea semejante; creo que ningún artista aceptaría lo que el Sr. Ramallo propone: eso sería reducir al artista a ser un fabricante de adornos para generales. Los cuadros son buenos, malos o mediocres, son fuertes o débiles, son renovadores o tradicionales, independientemente de que aparezca o no la evidencia de la filiación política o de los fines que persigue el autor».
León Ferrari (1920-2013) hubiese cumplido cien años el 3 de septiembre de 2020. Podríamos describirlo como un artista plástico. O podríamos decir que fue alguien decidido a utilizar el arte para denunciar aquello que entendía como abusos del poder, como muestras de intolerancia de la sociedad, como construcciones ideológicas destinadas a acotar su libertad. Sus críticas más feroces apuntaron contra la religión, las guerras y el autoritarismo. Alguna vez el New York Times lo señaló como uno de los cinco artistas plásticos más provocadores e importantes del planeta. Y por supuesto, esto hizo que fuese blanco de más de un intento de censura.
Las palabras que dan inicio a este artículo fueron escritas por Ferrari en octubre de 1965, en respuesta a una crítica aparecida en el diario La Prensa, en relación a las obras presentadas por el artista en el Premio Di Tella de aquel año. Por supuesto, no fue el único problema que Ferrari tuvo con sus detractores Acaso el más resonado tuvo lugar en 2004, en ocasión de su muestra en el Centro Cultural Recoleta. El entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio encabezó las protestas en nombre de la Iglesia, ante la exhibición de obras con simbología religiosa que fueron calificadas de blasfemas. En la muestra, cristos, vírgenes y santos convivían con imágenes eróticas, ardían en diferentes representaciones del infierno o recibían las deposiciones de palomas estratégicamente colocadas al efecto.
Ferrari respondió las críticas de Bergoglio diciendo que lo que él lamentaba es que la religión se atribuyera el derecho de querer castigar a quienes piensan distinto. «Si algo avergüenza a nuestra ciudad no es esta muestra, sino que se sostenga que hay que torturar a los otros en el infierno», resumió. La intervención de un juez garantizó el desarrollo de la muestra, luego de importantes manifestaciones públicas que condenaban o respaldaban al artista.
El recurso de las jaulas con aves no era nuevo en Ferrari. En 1991 ya había tenido un enfrentamiento con la Sociedad Protectora de Animales debido a la presencia de una gallina en una obra suya titulada Justicia. El animal, encerrado en una jaula de un metro cuadrado suspendida en el aire, defecaba sobre una balanza que representaba la ley de Punto Final promovida por el gobierno, que extinguía los juicios contra los responsables de las torturas, desapariciones y homicidios producidos durante la dictadura militar. El director del Museo Sívori recibió una carta exigiendo el retiro de la obra. Muchas personas escribieron notas agresivas, encolumnados esta vez en una pretendida e ingenua defensa del ave. Ferrari se limitó a aclarar que la gallina estaba en una jaula mucho más pequeña cuando él la compró, salvándola así de ser degollada y vendida por kilo para alimento.
De formación autodidacta, acaso el trabajo más emblemático de León Ferrari sea sin embargo su obra La civilización occidental y cristiana, presentada al Premio Di Tella en 1965. Sobre la réplica de un avión caza colgado en posición de picada, el artista monta la imagen de un Cristo crucificado. El propósito en ese momento era criticar la guerra de los Estados Unidos contra Vietnam, simbolizando el supuesto enfrentamiento entre un mundo libre y cristiano y el comunismo que por entonces intentaba expandirse en la región asiática. Quizás en contra de las intenciones del propio autor, esta obra también podría ser leída como un trabajo profundamente religioso, furiosa denuncia contra quienes mancillan el verdadero sentido del cristianismo, justificando atrocidades en nombre de quien en el fondo fue un rebelde y un defensor de los desprotegidos. Germán A. Serain
«Ignoro el valor formal de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible, a inventar los signos plásticos y críticos que me permitan con la mayor eficiencia condenar la barbarie de Occidente; es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y las llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa» (León Ferrari).
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Fundación León Ferrari
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