Tuve la fortuna, buena y mala a la vez, de poder ver La terquedad, de Rafael Spregelburd, en su última función -a sala llena- en el Teatro Cervantes. Buena fortuna porque realmente es una obra que hubiese sido penoso perderse. Mala, porque cualquier recomendación que uno haga a través de este comentario será extemporánea para el eventual lector. Y también porque tal vez la obra, con su particular estructura narrativa, en algún sentido más próxima al cine que al discurso teatral, ameritaría verla por segunda vez, a fin de rescatar elementos que probablemente hayan pasado desapercibidos en una primera mirada. Aunque en rigor de verdad cada espectador ve al menos tres veces la misma obra. O mejor dicho: vive tres veces un mismo tiempo teatral, observando la situación desde diferentes perspectivas.
Para esto resulta fundamental la magnífica escenografía realizada por Santiago Badillo, montada sobre el plato giratorio con que cuenta la sala, que vuelve a ser utilizado en escena después de muchos años. La acción tiene lugar en el comedor de la casa, en una de las habitaciones y en un patio lateral. Cada uno de los tres actos que integran la obra repite una misma temporalidad, pero focalizando la atención en una de estas zonas, articulando y resignificando elementos de las otras dos, que son vislumbradas en segundo plano.
¿Cuántas son las cosas que ocurren al mismo tiempo? Esta pregunta, que aparece de manera explícita como cierre del breve comentario incluido en el programa de mano, revela la clave que hace a la construcción de este interesantísimo trabajo, ambientado en Valencia en 1939, durante la Guerra Civil española. Estamos en la casa de un comisario a quien, incluso siendo él un fascista confeso, los planteos revolucionarios del comunismo parecen preocuparlo mucho menos que una utopía que se ha empeñado en hacer realidad: la creación de un idioma universal, que cualquier persona del mundo pueda comprender de inmediato.
Esta aparente contradicción, de un fascismo humanista, sirve para plantear algunas cuestiones políticas. Por empezar, que el mal no se presenta jamás desnudo, sino siempre como una pretensión idealista. Y esto sucede no solamente en el seno de la obra, sino también en la realidad. De hecho, muchas frases son dichas por los personajes dentro de la situación narrativa, pero no pueden sino ser atendidas por el espectador desde su propio contexto, desde el cual se escuchan como propias.
La obra es extensa, dura prácticamente tres horas, pero se lleva perfectamente. Hay muchos momentos de humor, y también elementos que conducen a la reflexión sobre temas sociales, religiosos, vinculados a la naturaleza moral del ser humano, a sus deseos, valores e instintos. Es cierto que el trabajo tiene sus puntos flojos: hay cabos narrativos que quedan inexplicablemente sueltos y resulta notoria la ausencia de algo que pueda ser llamado propiamente un final. Según el propio Spregelburd, quien además de dirigir la obra encarna el personaje principal, esto es algo que se relaciona con su estilo, atravesado por una suerte de estafa, que conduce al espectador a confundir elementos fundamentales y accesorios dentro de la obra, que es planteada como un laberinto de líneas narrativas superpuestas, del cual no hay una manera correcta de salir.
Algo de esto queda plasmado simbólicamente en esta Babel valenciana, donde nadie es del todo quien pretende ser, el bien se confunde con el mal, las alucinaciones con lo real, y todos hablan sin llegar a comprenderse plenamente. El lenguaje es nada más un espejo y un símbolo, que nos habla de las dificultades enormes que existen para comprendernos cabalmente. Germán A. Serain
Jueves a domingos a las 20
Teatro Nacional Cervantes
Libertad 815 – Cap.
teatrocervantes.gob.ar
Comentarios