LA DESHUMANIZACIÓN DE LA MÚSICA, ciertas consideraciones

ABBA, Ashley O, Hatsune Miku y hasta la Callas: entre fantasmas y falacias

Hablar de la deshumanización de la música supone un problema: ¿cómo podría haber música sin que haya seres humanos? De lo que hablamos es de distanciamientos: hay un punto en el cual la realidad se confunde con la ficción y con la tecnología digital. Comencemos por un relato ficcional: en la serie futurista Black Mirror, Ashley O es una superestrella de la música pop -protagonizada por la cantante Miley Cyrus- que soporta de mala gana las restricciones creativas que le impone su equipo de producción. Su éxito no impide que se sienta frustrada: la imagen que se ve obligada a vender ya no le agrada. Ella querría hacer otra clase de música, pero su manager cree que ello socavaría el enorme éxito comercial que tienen entre manos.

A las reticencias de Ahsley pronto se suma otro problema que amenazará el negocio: una sobredosis de los fármacos destinados a controlar el ánimo de la chica la hacen entrar en coma. La solución será Ashley Eternal: un sustituto holográfico de Ashley O, que permitirá continuar con el show sin limitaciones: un holograma no se cansa, no resiste imposiciones creativas, puede actuar sin descanso y hasta estar en varios lugares a la vez al mismo tiempo.

Por supuesto, se trata solamente de una ficción distópica. ¿O podría no serlo? En verdad la distopía parece fallar en un punto, y es que en la ficción el público se indigna al darse cuenta de que ha sido engañado mediante el holograma, y en el mundo real es probable que la gente reaccionara encantada ante el prodigio técnico. Como decía Umberto Eco, nos admiramos ante las plantas reales que parecen de plástico, tanto como ante las plantas de plástico que parecen reales. En el mundo de la música parece suceder lo mismo.

Durante siglos la única manera de escuchar música se daba en el preciso aquí y ahora en el cual los músicos la interpretaban. Hasta que la magia de la tecnología nos permitió acceder a sonidos generados en lugares distantes en el momento mismo en que sucedían, gracias a la radiofonía; y también a sonidos originados en algún punto del pasado, gracias al fonógrafo. Hoy para nosotros es normal escuchar las voces de artistas que ya han muerto, pero definitivamente esto no siempre fue así. ¿Se produce entonces la deshumanización de la música?

Los cambios son relativamente recientes. En 1995 todavía causaba sorpresa que Frank Sinatra grabara su disco Duets sin haber estado de cuerpo presente con ninguno de sus partenaires. Hacía poco que Natalie Cole había grabado Unforgettable a dúo con su padre, fallecido veinticinco años antes. Como si la muerte fuese un detalle menor, The Beatles hacían lo mismo en su primer Anthology, lanzando el tema Free as a bird con  la participación de John Lennon. Es verdad, una década antes Nacha Guevara había grabado El día que me quieras en una versión a dúo con Carlos Gardel pero, ya se sabe, nadie es profeta en su tierra.

Uno de los discos más vendidos por aquellos años fue la banda de sonido de la película Farinelli. Lo que muchos no supieron es que la voz que escuchaban, supuestamente del castrato, no era real: se trataba de un montaje realizado con computadora a partir de dos voces diferentes, la de la soprano Ewa Malas-Godlewska y la del contratenor Derek Lee Ragin. Virtualidad pura. O para decirlo en otras palabras, una ilusión. Después de todo, de eso se trata el famoso emblema del sello His Master’s Voice: el perro escucha atento el sonido que sale de la bocina de un fonógrafo, confundiéndolo con la voz de su dueño ausente. Un engaño, en definitiva.

Retomemos la idea de Umberto Eco: hay engaños que nos fascinan. Lo que nos interesa es que estén bien realizados. Mentime, pero mentime bien. En 1990 el éxito del dúo Milli Vanilli se derrumbó cuando se descubrió que quienes en realidad cantaban no eran los artistas que actuaban sobre el escenario. En 1998 Damon Albarn, conocido por ser vocalista del grupo británico Blur, duplicaba la apuesta creando Gorillaz, una banda virtual integrada por cuatro miembros ficticios que se presentaban en concierto a través de animaciones proyectadas en grandes pantallas, mientras los verdaderos músicos tocaban en segundo plano. Ventaja evidente: los músicos pueden intercambiarse en cualquier momento, sin que nada cambie. 

Pero avancemos un poco más. Hatsune Miku es una estrella del pop japonés, de metro sesenta de estatura y eternos 16 años. Su nacimiento se remonta a 2007. Por entonces no era todavía alguien, sino apenas un producto de software. Utilizando una tecnología de síntesis de voz conocida como Vocaloid2, creada por Yamaha, Hatsune Miku genera una voz cantada a partir de la carga de melodías y letras. Hasta entonces, cuando un músico escribía una canción pop, debía conseguir un cantante que grabara la voz, si no quería cantar él mismo. Ahora, en la deshumanización de la música, Hatsune Miku estaba dispuesta a hacerlo, sin cuestionamientos.

Sin embargo, la revolución de Hatsune Miku la marcó su aparición como personaje. En 2009, con su pelo pintado y sus ojos estilo animé, la jovencita brindó su primera actuación en el MikuFes09, presentándose a través de una avanzada tecnología holográfica. A partir de entonces los shows fueron multitudinarios y espectaculares. Los músicos que la acompañan son humanos, pero la estrella del show es ciento por ciento una ilusión. Sin embargo, ¿no son también ilusión los dúos entre una persona viva y otra ya fallecida? ¿No son acaso una ilusión las voces en los conciertos en vivo, artificialmente afinadas mediante el uso de un autotune?

Las fronteras que deberían separar lo real de lo imaginario han entrado definitivamente en crisis. El aquí y el ahora ya no parecen tener mayor relevancia. Si en la década de 1970 algunos artistas como Alan Parsons se dejaron seducir por el uso del vocoder, con el cual una voz humana podía ser disfrazada como si fuese robótica, hoy la virtualidad amenaza con ocuparlo todo.

Hace algunas semanas el mundo de la música se sacudió con la noticia del regreso del grupo sueco ABBA, después de cuatro décadas de su separación. Las canciones son nuevas, aunque no ofrezcan ninguna novedad; pero lo realmente llamativo es el formato con el cual se han encarado las presentaciones en vivo del cuarteto: el público no verá sobre el escenario a los verdaderos y envejecidos Agnetha Fältskog, Björn Ulvaeus, Benny Andersson y Anni-Frid Lyngstad, sino unos avatares digitales generados por un equipo de la compañía de efectos especiales Industrial Light & Magic, fundada por George Lucas. De este modo el público podrá apreciar a los artistas tal como solían ser, como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Björn Ulvaeus justificó el dispositivo, señalando que de todos modos ABBA nunca fue una banda que se caracterizara por tocar en directo. En otras palabras, el truco radica en no ocultar el truco, sino en destacarlo como una maravilla de la ingeniería digital. De nuevo lo que manda es la ilusión. Y en cierto modo también el engaño, porque lo que en definitiva estamos haciendo es negar la humanidad detrás del arte. Se niegan las imperfecciones, se niega el paso de los años, se niega la muerte. La pregunta es qué queda de auténtico arte detrás de tanta tecnología.

Hace poco reseñamos un sistema de composición de música automática y potencialmente infinita desarrollado por Jean-Michel Jarré llamado EON. Es otra evidencia en el sentido de que ya no es necesario el cuerpo del compositor, ni tampoco el del intérprete, para que haya música. Y la ilusión es cada vez más perfecta, al punto que no solamente el perro que escucha la voz de su amo a través del fonógrafo termina confundido. También nosotros. La música hoy parece haber quedado en manos de fantasmas.

Hablando de fantasmas, muchos recordarán a la soprano Maria Callas sobre el escenario del Gran Rex en 2019, pavoneando su grácil pero irreal figura mientras cantaba sus más célebres arias y recibía decenas de “¡Bravo!” por parte de sus -ellos sí- presentes fanáticos. ¿Más fantasmas? Por 2007, Celine Dion cantó en el programa American Idol nada menos que junto a Elvis Presley (1935-1977). Volvimos a ver aquel video y verificamos que no hay manera de atestiguar que verdaderamente la cantante no haya sido también ella un holograma, que las voces no hayan estado procesadas y que  algo de todo lo que vemos o escuchamos haya sido real. Más allá de que la canción, en este caso, todavía siga siendo bonita. ¿Será eso lo único que importe, en definitiva?  Germán A. Serain

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Un Comentario

  1. Post scriptum: Con bastante acierto, Juan María Solare -artista y amigo- me hace notar que quizás mi artículo podría no estar hablando de deshumanización, sino de tecnificación. Dado que la tecnología es un producto humano. Añade que ameritaría tal vez definir qué es lo humano. Y sin duda es un gran punto. Porque en la dicotomía que suele plantearse entre naturaleza y cultura, el ser humano se ubica justo en la articulación de ambas dimensiones, siendo un organismo biológico, integrante del mundo natural, pero al mismo tiempo creador de lo cultural y lo tecnológico.

    Se llega así a la paradoja de que la tecnificación, siendo algo que necesariamente deviene de lo humano, hoy desplaza y sustituye lo esencialmente humano, sin que nos preocupemos en demasía por ello. Es un proceso similar al que puede apreciarse en relación a la economía, que siendo un producto humano hoy se ha convertido en un sistema deshumanizado, del cual somos apenas un engranaje.

    ¿Debería preocuparnos este asunto, tratándose en definitiva de arte y de canciones? Es difícil decirlo, dado que somos a un mismo tiempo analistas y protagonistas de este proceso. Pero parece indudable que, por lo menos, todo esto podría derivar en una distorsión en el modo en que apreciamos lo que representa y significa un ser humano, determinando el surgimiento de una nueva cultura afectiva, cuyos parámetros hoy son difíciles de predecir.

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