Fue una de esas noches en las que el Colón rebosa de espectadores y de expectativa. La sola aparición de Juan Diego Flórez en el escenario generó un aplauso de cariñosa bienvenida que se incrementaría gradualmente hasta el final. Acompañado por Vincenzo Scalera en piano, el programa comenzó con dos arias de Mozart, como para ir templando la voz del cantante y adquirir el carácter necesario para transcurrir caminos más complicados y exhibir su virtuosismo. Esa voz, que empezó estupendamente con Dies bildnis ist bezaubernd schön, de La Flauta Mágica, y Si spande al sole in faccia de El rey pastor, se mantuvo indeleble durante todo el recital.
Un breve respiro después de Mozart permitió que Vincenzo Scalera comenzara a lucirse solo con un vals de Donizetti. Sin embargo, fue –ya en la segunda parte- en el arreglo de Meditación de Thaïs, donde demostró sus dotes solistas y subyugó con precisa digitación y sentimiento.
Flórez volvió con dos piezas más de Donizetti, la preciosa Una furtiva lagrima, de L’elisir d’amore, y Tombe degli avi miei… fra poco a me ricovero de Lucia di Lammermoor, emitiendo siempre con inmaculada nitidez y gran potencia. Ya comenzó aquí a jugar y comunicarse con el público, incluso apareciendo sorpresivamente desde el fondo del escenario para empezar después de la introducción del pianista.
Continuó con dos Verdi: I lombardi y La Traviata, demostrando su esmerado temple en La mia letizia infondere y Lunge da lei… de miei bollenti spiriti… o mio rimorso, cerrando la primera parte. Luego del entreacto, su personalidad y su rigor se afianzaron aún más en las primeras piezas de Jules Massenet, la lindísima Ouvre tes yeux bleus y dos de Manon: En fermant les yeux y Ah, fuyez douce image. Antes de Pourquoi me réveiller, de Werther, que interpretó encantadoramente, nos deleitó con “Salut! demeure chaste et pure” de Fausto, y pasó al final con Che gelida manina de La bohème, merecida y generosamente aplaudida.
Lo del final es un decir, pues comenzó la serie de bises. Como si nada, Juan Diego Flórez se lanzó con Ah mes amis de La fille du regiment, alcanzando cómodamente los famosos Do (de pecho) y permitiéndose jugar con Scalera antes de los momentos más difíciles, con silencios inauditos. Los aplausos fueron interminables. A renglón seguido se sentó en una silla, ya solo y con una guitarra cuya afinación le dio bastante trabajo. Como si estuviera en su casa y en franco diálogo con el público, se sacó el moño y lo arrojó a la platea. Entonces entonó Cucurrucucú paloma, haciendo gala de su fiato y fascinando con notas agudas que llegaron a durar casi medio minuto.
Más aplausos lo hicieron “volver”. Dijo que le encantaba ese tango de Gardel, pero no lo sabía en guitarra ni tampoco Vincenzo Scalera en el piano, y preguntó si alguien del público sería capaz de acompañarlo en alguno de los dos instrumentos. Quiso el azar que un profesional de la guitarra, el notable Arturo Zeballos, estuviera en la sala y subiera feliz al escenario. La versión fue sublime, pues Flórez la cantó con verdadero espíritu tanguero y sin exageraciones líricas. Y Zeballos salió airoso demostrando su trayectoria y profesionalismo.
Con la guitarra otra vez en sus manos, Florez continuó con José Antonio y La flor de la canela, dos clásicos de la canción peruana. Los aplausos lo obligaron a volver una y otra vez. Con total histrionismo, tomó una flor de las que habían llegado al escenario y jugó con ella colocándola en su boca, mientras comenzaron las primeras notas de Granada que ofreció en magnífica versión.
Cuando todo parecía que había terminado, que volvería al proscenio para recibir aplausos solamente, se le ocurrió que podía hacer un séptimo bis y eligió Nessun dorma, instando al público a que la coreara. Así culminó una noche de aquellas que se recordarán por años, por su profesionalismo, su calidez y su entrega. Y su voz privilegiada, claro. Martin Wullich
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