HECTOR BERLIOZ, el escritor

"Eufonía o la ciudad musical", editado en español por Fondo de Cultura Económica

Todos conocemos a Hector Berlioz (Francia, 1803 – 1869) como el compositor de la Sinfonía Fantástica. Figura destacada del romanticismo musical, su vida, salpicada de matices novelescos y apasionados, se refleja en su obra, atrevida y rebelde, reacia a someterse a las convenciones de su tiempo. También se destaca la atención puesta en la exploración de los timbres orquestales, y del mismo modo su inspiración en fuentes extramusicales. La literatura tuvo una enorme relevancia en la obra de Berlioz, quien a la par de su colega Franz Liszt fue uno de los grandes impulsores de la música programática.

Pero la fama de Berlioz como compositor oculta otra faceta suya: la de escritor. El carácter musical de todos sus escritos hizo que ellos fuesen encasillados como destinados a un público especializado. Sin embargo, no se trata de trabajos críticos ni ensayísticos, sino en general de pura literatura, y así lo aseguran estudiosos de las letras románticas francesas, al señalar que la pluma de Berlioz muestra un grado de gran exquisitez en su manejo del lenguaje, al punto de señalar a Berlioz entre los grandes escritores franceses de mediados del siglo XIX.

La publicación en español por parte de la editorial Fondo de Cultura Económica del libro Eufonía o la ciudad musical permitirá profundizar un poco más en esta vertiente poco conocida de este artista. Más allá de sus Memorias, publicadas en 1870, con un espíritu equidistante entre la autobiografía y la ficción, Hector Berlioz supo ser crítico musical en el Journal de Débats. De la recopilación de sus artículos surgieron tres obras: Los grotescos en la música, A través de cantos y Las veladas de la orquesta, que incluye el texto que da título a la actual recopilación.

Las influencias literarias de Berlioz se ven reflejadas con claridad en obras como Haroldo en Italia, inspirada en una obra de Lord Byron, o en su Romeo y Julieta. Y por supuesto también en su Sinfonía Fantástica y en La última noche de Sardanápalo, obra con la que finalmente obtuvo el prestigioso Prix de Rome que otorgaba el Instituto Francés, después de varios intentos fallidos.

En Eufonía o la ciudad musical Berlioz incursiona en el terreno de la descripción de sociedades utópicas, influido seguramente por pensadores como Charles Fourier y Saint Simon. Tomando como inspiración este contexto intelectual, la obra ofrece una espléndida descripción de una ciudad consagrada al arte musical, donde gobiernan la armonía y el orden. Este escenario será el marco de una historia de amor que pone en evidencia los peligros que acompañan las pasiones que desbordan al ser humano. Le ofrecemos al lector un fragmento de este texto, para que se familiarice con el Berlioz escritor, y luego una magnífica versión de su Sinfonía FantásticaGermán A. Serain

Eufonía es una ciudad pequeña de doce mil almas, situada en la ribera del Hartz, en Alemania. Se puede considerar que es un enorme conservatorio de música, ya que la práctica de dicho arte es el único objeto de los trabajos de sus habitantes.
     Todos los eufonienses, hombres, mujeres y niños, se ocupan exclusivamente de cantar, de tocar instrumentos y de todo lo directamente relacionado con el arte musical. La mayoría de ellos son a la vez instrumentistas y cantantes. Algunos, que no tocan nada, se dedican a la fabricación de instrumentos, al grabado y a la impresión de la música. Otros dedican su tiempo a investigaciones de acústica y al estudio de todo cuanto, en los fenómenos físicos, pueda estar relacionado con la producción de sonidos.
     Los instrumentistas y los cantantes están clasificados por categorías en los distintos barrios de la ciudad. Hay una calle para cada voz y cada instrumento, en la que mora únicamente la parte de la población dedicada a la práctica de dicha voz o instrumento. Están las calles de las sopranos, los bajos, los tenores, los contraltos, los violines, los coros, las flautas, las arpas, etc.
     Huelga decir que Eufonía se gobierna militarmente y que está sometida a un régimen despótico. De ahí el perfecto orden que reina en los estudios y los maravillosos resultados que ha obtenido el Arte. El Emperador de Alemania se desvive, de hecho, por hacer que los eufonienses sean lo más felices que sea posible. A cambio sólo les pide que le envíen, dos o tres veces al año, algunos millares de músicos para las fiestas que da en diversos puntos de su imperio. Rara vez se mueve toda la ciudad. En las fiestas oficiales, cuyo único objeto es el Arte, es el público el que se desplaza, por el contrario, y viene a oír a los eufonienses.
     Hay un circo, más o menos similar a los circos de la antigüedad griega o romana pero construido con unas condiciones de acústica mucho mejores, dedicado a las interpretaciones monumentales. Puede albergar por un lado a veinticinco mil oyentes, y por el otro a diez mil intérpretes. El Ministro de Bellas Artes es el encargado de escoger, de entre la población de las distintas ciudades de Alemania, a los veinte mil oyentes privilegiados a los que se permite asistir a dichas fiestas. Esa elección la determina siempre la mayor o menor inteligencia y cultura musical de los individuos. A pesar de la desmesurada curiosidad que esas reuniones suscitan en todo el imperio, no se toma siquiera en consideración admitir a un oyente cuya inaptitud se considere indigna de asistir.
     La educación de los eufonienses también está dirigida y tutelada: los niños ejercitan desde muy temprano todas las combinaciones rítmicas; en pocos años llegan a reírse de las dificultades de la división fragmentaria de los tiempos del compás, de las formas sincopadas, de las mezclas de ritmos irreconciliables, etc.; después les toca el estudio del solfeo, paralelamente al de los instrumentos y un poco más tarde que el canto y la armonía. Al llegar a la pubertad, ese momento de efervescencia de la vida en el que las pasiones comienzan a hacerse notar, se trata de desarrollar en ellos el sentimiento adecuado de la expresión, y por ende del estilo bello. Esa facultad, la veracidad de la expresión -que tan raramente se aprecia en la obra del compositor o en la ejecución de los intérpretes-, se sitúa para los eufonienses por encima de cualquier otra. Si se demuestra que alguien está absolutamente privado de ella o que se complace con la audición de obras de expresión falsa, es expulsado de la ciudad inexorablemente, aunque tenga un talento eminente o una voz excepcional, de hecho, a menos que consienta en degradarse a algún empleo inferior, como la fabricación de cuerdas de tripa o la preparación de las pieles de los timbales.
     Los maestros de canto y de los distintos instrumentos tienen a sus órdenes a varios profesores adjuntos destinados a enseñar las especialidades en las que se reconoce que destacan. Así, para las clases de violín, viola, violonchelo y contrabajo, además del profesor principal que dirige los estudios generales del instrumento, hay uno que enseña exclusivamente pizzicato, otro el empleo de los armónicos, otro el staccato, y así sucesivamente. Hay premios dedicados a la agilidad, a la afinación, a la belleza del sonido e incluso a la tenuidad del sonido. De ahí los admirables matices del piano, que en toda Europa únicamente los eufonienses saben producir.
     La señal para las horas de trabajo y de almuerzo, para las reuniones por barrios o calles, para los ensayos de pequeñas o grandes formaciones, etc., se difunde por medio de un órgano gigantesco situado en lo alto de una torre que domina todos los edificios de la ciudad. El órgano funciona a vapor, y su sonoridad es tal que se oye perfectamente desde cuatro leguas de distancia. Hace cinco siglos, cuando el ingenioso fabricante A. Sax, a quien se debe la inestimable familia de instrumentos de cobre de lengüeta que lleva su nombre, sugirió la idea de un órgano similar destinado a cumplir de un modo más musical el cometido de las campanas, le tacharon de loco, igual que se había hecho anteriormente con el desgraciado que hablaba de aplicar el vapor a la navegación y a los ferrocarriles, y como se hizo de nuevo hace doscientos años con aquellos que se obstinaban en buscar medios para dominar la navegación aérea, que ha cambiado la faz del mundo. El lenguaje del órgano de la torre, ese telégrafo del oído, sólo lo comprenden los eufonienses; ellos son los únicos que conocen bien la telefonía, valiosa invención cuyo alcance atisbó un tal Sudre en el siglo XIX, y que uno de los prefectos de armonía de Eufonía ha desarrollado y llevado al punto de perfección en que se encuentra hoy por hoy. También dominan la telegrafía, y los directores de los ensayos sólo tienen que hacer una simple señal con una o dos manos y la batuta para indicar a los intérpretes que tienen que hacer sonar, con mayor o menor intensidad, tal o cual acorde seguido de tal o cual cadencia o modulación, o ejecutar tal o cual pieza clásica todos juntos, una pequeña sección o in crescendo, entrando entonces los distintos grupos sucesivamente.
     Cuando hay que interpretar alguna gran composición nueva, cada parte se estudia por separado durante tres o cuatro días; después el órgano anuncia las reuniones en el circo, primero de todas las voces. Allí, bajo la dirección de los maestros de canto, se hacen oír por centurias, formando cada una un coro completo. Entonces se indican y sitúan los momentos de respiración de manera que nunca haya más de un cuarto de la sección cantante respirando en el mismo sitio y que la emisión de voz del gran conjunto no experimente ninguna interrupción sensible. La interpretación se estudia en primer lugar desde el aspecto de la fidelidad literal, después desde el de los grandes matices, y por último desde el del estilo y la expresión.
     Está severamente prohibido a los cantantes de coro realizar cualquier movimiento del cuerpo que indique el ritmo durante el canto. Se les ejercita también en el silencio, en el silencio absoluto y tan profundo, que con tres mil cantantes eufonienses reunidos en un circo o en cualquier otro local con sonoridad se podría oír el zumbido de un insecto, y podrían hacer creer a un ciego situado en medio de ellos que está completamente solo. Han logrado contar así centenares de pausas y atacar un acorde de todo el conjunto tras ese largo silencio sin que un sólo cantante falle la entrada.
     Con los ensayos de la orquesta se realiza un trabajo análogo; no se admite en un conjunto ninguna sección si no ha sido escuchada con antelación por separado y severamente examinada por los prefectos. Después, toda la orquesta trabaja sola; y por último se opera la reunión de las dos secciones, vocal e instrumental, cuando los distintos prefectos han declarado que ya han ensayado lo suficiente.
     El conjunto al completo pasa entonces por la crítica del autor, que lo escucha desde lo alto del anfiteatro que ha de ocupar el público; y cuando se siente maestro absoluto de ese inmenso instrumento inteligente, cuando está seguro de que ya no hay más que comunicarle los matices vitales, que siente y que puede dar mejor que nadie, ha llegado el momento de convertirse él también en intérprete, y sube entonces al atril para dirigir. Un diapasón fijado en cada atril permite a todos los instrumentistas afinar sin ruido antes y durante la ejecución; los tientos, los más mínimos murmullos de la orquesta están rigurosamente prohibidos.
     Un ingenioso mecanismo que hubieran podido hallar hace cinco o seis siglos, si se hubieran molestado en buscarlo, y que reacciona al impulso de los movimientos del director sin ser visible para el público, marca, ante los ojos de cada intérprete y muy cerca de él, los tiempos del compás, indicando también de manera precisa los distintos grados de forte o de piano. De este modo, los intérpretes reciben inmediata e instantáneamente la comunicación del sentimiento de quien los está dirigiendo, y obedecen tan raudos como los macillos de un piano a la mano que aprieta las teclas, de manera que el director puede entonces decir con total certeza que está tocando la orquesta.
     Las cátedras de filosofía musical ocupadas por los hombres más sabios de esta época sirven para difundir entre los eufonienses ideas sanas sobre la importancia y el destino del Arte, el conocimiento de las leyes en que reposa su existencia y las nociones históricas exactas sobre las revoluciones que ha sufrido. A uno de esos profesores se debe la singular institución de los conciertos de mala música, a los que acuden los eufonienses en ciertas épocas del año para escuchar las monstruosidades admiradas durante siglos en toda Europa, cuya producción incluso se enseñaba en los conservatorios de Alemania, Francia e Italia, y que ellos vienen a estudiar para fijarse en los defectos que se deben evitar cuidadosamente. Tales son la mayor parte de las cavatinas y los finales de la escuela italiana de principios del siglo XIX, así como las fugas vocalizadas de las composiciones más o menos religiosas de épocas anteriores al XX. Las primeras experiencias realizadas por tal medio sobre esa población, cuyo sentido musical es hoy en día de una rectitud y de una finura extremas, condujeron a resultados bastante singulares. Algunas de esas obras maestras de la mala música, carentes de expresión y de un estilo ridículo, pero no obstante con un efecto, si no agradable, al menos soportable para el oído, les dieron pena; les pareció estar escuchando las producciones de unos niños balbuceando en una lengua que no comprenden. Algunas piezas les hicieron desternillarse de risa y fue imposible continuar con la ejecución. Pero cuando se cantó la fuga del Kyrie Eleison de la obra más célebre de uno de los más grandes maestros de nuestra escuela antigua alemana, y se les contó que esa pieza no la había escrito un loco, sino un grandísimo músico, y que con ello no hizo más que imitar a otros maestros, y que fue a su vez imitado durante muchísimo tiempo, su consternación fue inenarrable. Se afligieron seriamente por aquella humillante enfermedad cuyos accesos comprobaron que podía sufrir el genio humano; y como su sentimiento religioso se indignó al tiempo que el musical ante aquellas innobles e increíbles blasfemias, entonaron de común acuerdo la célebre plegaria Parce Deus, cuya expresión es tan verdadera, como para pedir perdón y hacer promesa de enmienda a Dios en nombre de la Música y de los músicos.
     Ya que todo individuo posee siempre una voz cualquiera, todos los eufonienses tienen la obligación de ejercitar la suya y de tener nociones del arte del canto. De ello se desprende que los instrumentistas de cuerda de la orquesta, que pueden cantar y tocar al mismo tiempo, forman un segundo coro de reserva que el compositor emplea en algunas ocasiones y cuya entrada inesperada produce a veces los efectos más sorprendentes.
     A su vez, los cantantes están obligados a conocer el mecanismo de algunos instrumentos de cuerda y de percusión, y de tocarlos si es preciso mientras cantan. Así pues, todos son arpistas, pianistas, guitarristas. Muchos de ellos saben tocar el violín, la viola, la viola de amor o el violonchelo. Los niños tocan el sistro moderno y los címbalos armónicos, un instrumento nuevo en el que cada golpe emite un acorde.
     Los papeles de las piezas de teatro, los solos de canto y de instrumentos sólo se otorgan a los eufonienses cuyo carácter y talento especial los hacen más apropiados para interpretarlos correctamente. La elección la determina un concurso que se hace públicamente ante todo el pueblo, y se emplea para ello todo el tiempo necesario. Cuando hubo que celebrar el aniversario decenal de la fiesta de Gluck, se estuvo buscando durante ocho meses entre las cantantes a la más capacitada para cantar e interpretar el papel de Alcestes; cerca de mil mujeres fueron escuchadas sucesivamente para tal fin.
     En Eufonía no se concede a los artistas privilegio alguno que menoscabe el Arte. No existen súbditos de primera, ni tiene nadie el derecho de posesión de los papeles principales aunque éstos no convengan de ningún modo a su estilo de talento o a su físico. Los autores, los ministros y los prefectos precisan las cualidades esenciales que hay que reunir para satisfacer adecuadamente tal o cual papel o representar a tal o cual personaje; entonces se busca al individuo que esté mejor provisto y, auque fuera el más oscuro de Eufonía, en cuanto es descubierto se le nombra. Algunas veces nuestro gobierno musical busca y se toma molestias en vano. Así ocurrió en 2320, cuando, después de haber estado quince meses buscando una Eurídice, se vieron obligados a renunciar a poner en escena el Orfeo de Gluck, a falta de una joven lo bastante hermosa para representar esa poética figura, y lo bastante inteligente para comprender su carácter.
     La educación literaria de los eufonienses se cuida mucho; pueden, hasta cierto punto, apreciar la belleza de los grandes poetas antiguos y modernos. Aquellos cuya ignorancia e incultura al respecto fueran absolutas, no podrían optar jamás a realizar funciones musicales un poco elevadas. De este modo, gracias a la inteligente voluntad de nuestro emperador y a su infatigable solicitud respecto a la más poderosa de las artes, Eufonía se ha convertido en el mejor conservatorio de la música monumental.

Eufonía o la ciudad musical
Hector Berlioz
Fondo de Cultura Económica (FCE)
97 páginas

Symphonie Fantastique – Hector Berlioz
Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera
Dirección: Mariss Jansons
London Royal Albert Hall (Proms Festival 2013) 

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