Aunque esto hoy nos pueda parecer descabellado, hubo épocas y países donde escribir música instrumental en un estilo que no fuese del agrado del tirano de turno, podía tener como consecuencia que un compositor terminara en la cárcel. Esto le sucedió al polaco Mieczyslaw Weinberg (1919-1996) y la anécdota de por sí alcanza para interesarnos en su música. Su Concierto para violín Op. 42 abrió el programa con el cual Gidon Kremer se presentó, al frente de su Kremerata Baltica, para el ciclo de Nuova Harmonia. Con un estilo similar al de su amigo Dimitri Shostakovich, Weinberg durante la Segunda Guerra había escapado de los alemanes, refugiándose en Bielorrusia, pero allí su música no fue bien recibida, por estar alejada del realismo socialista.
Comparado con este caso, el rechazo sufrido en su momento por Astor Piazzolla con su nuevo tango, tanto por parte de los tangueros ortodoxos como de los melómanos académicos, parece poca cosa. Y fue muy interesante escuchar las famosas Cuatro Estaciones Porteñas en un arreglo realizado por Leonid Desyatnikov que determinó que, pese a estar en su ciudad de origen, esas músicas sonaran exóticas. Dicho de otro modo: no hay música más porteña que el tango, y Piazzolla soñó con escribir una música que fuese un reflejo de Buenos Aires. Aunque un poco a la manera de la literatura de Borges, la música de Astor tiene la cualidad de ser localista a la vez que universal.
De todos modos, alguna vez un crítico dijo que lo interesante de las versiones que Gidon Kremer hace de la música de Piazzolla se encuentra justo allí donde el violinista letón no alcanza a comprender el tango. Allí está, por ejemplo, la suciedad propia del tango; pero esa suciedad no es autóctona. No obstante, es cierto, precisamente en ese matiz foráneo radica el interés, en ese aire exótico y también en la precisión con la que los integrantes de la Kremerata Báltica interpretan cada pieza que abordan. En el caso de estas Cuatro Estaciones, el arreglo llevó a que este Piazzolla curioso, familiar y extranjero al mismo tiempo, se mezclase aquí y allá con pasajes de Vivaldi o Pachelbel.
La segunda parte del programa estuvo integrada por tres obras: la Serenata melancólica de Tchaikovsky, un arreglo para cuerdas y percusión de Cuadros de una exposición de Mussorgsky y la Serenata para violín solo del ucraniano Valentin Silvestrov (n. 1937). Incluso a pesar de las diferencias que separan estas músicas, tanto en estilo como en instrumentación, Kremer decidió que las tres fuesen ejecutadas como una suite, sin interrupción en el pasaje entre una obra y otra. El efecto musical, e incluso teatral, fue muy acertado. La obra de Mussorgsky fue interpretada en ausencia del director, reforzada por dos percusionistas de notables condiciones, y tal vez fue lo más deslumbrante de todo el concierto.
La precisión de los músicos, que aprovecharon al máximo las bondades del arreglo, derivó en una versión energética y vital, que hizo olvidar la ausencia de una orquesta sinfónica completa. Y justo cuando el clímax del crescendo final imponía un aplauso rotundo, un cambio de luces pone a la orquesta en penumbras mientras un reflector se concentra sobre Gidon Kremer, de regreso en el escenario, quien como un contraste brutalmente exquisito desgrana la pieza de Silvestrov para violín solo, en un gesto de maestría artística que, ahora sí, fue rematado por los aplausos de los asistentes, ciertamente merecidos. Germán A. Serain
Fue el 29 de junio de 2016
Teatro Coliseo
M. T. de Alvear 1125 – Cap.
(011) 4816-3780
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