ÉTICA, ESTÉTICA Y SUBJETIVIDAD, dicotomías falaces

Reflexiones acerca de la valoración de la realidad, la moral y las expresiones artísticas

Toda realidad es de hecho invariablemente más compleja que cualquier lectura que sobre ella pueda hacerse. Dicho esto, pasemos por el momento a otros aspectos del mismo asunto, pero abordado desde una perspectiva diferente, la ética. Oportunamente regresaremos a este comienzo, si es que la ocasión lo amerita.

Asegura el dicho popular que ninguna cosa es verdad, y ninguna es mentira, sino que todo depende del color del cristal con que se mire. Esto nos enfrenta a la problemática de las subjetividades. A menudo se ha pretendido, en el marco de nuestra cultura, de fuerte raigambre positivista, que la objetividad merece ser tenida como un valor absoluto. Sin embargo lo cierto es que el hecho mismo de hablar de un valor nos obliga a plantear las cosas desde una dimensión subjetiva. Porque todo punto de vista está planteado necesariamente desde un sujeto. Sin ese sujeto que cada uno de nosotros es, sencillamente no hay chance de hablar de un valor, así como tampoco un testimonio posible del que podamos dar cuenta. No hay más alternativa que partir siempre de una subjetividad. O mejor dicho: de la confluencia de un sinnúmero de subjetividades que coexisten, se complementan y se enfrentan.

Es a partir de estas subjetividades que le damos lugar a todo lo que se refiera al terreno de la ética,  tanto como al de la estética. En este último sentido, a menudo se plantea la disyuntiva de qué manifestaciones estéticas deberían ser legítimamente valoradas o no como arte, por ejemplo. A este respecto, en el terreno del arte musical, Duke Ellington pronunció alguna vez una frase memorable, según la cual solamente debería distinguirse entre dos clases de músicas: la música buena y aquella que no lo es. De esta manera Ellington nos facilita las cosas, al colocarnos al margen de la poco fructífera inclinación que nos llevaría a intentar una valoración por géneros.

Pero al mismo tiempo que esto simplifica algunas cuestiones, al permitirnos prescindir de la necesidad de catalogar una obra dentro de un género determinado para poder asimilarla, también abre un nuevo interrogante de difícil resolución. ¿De cuáles músicas podríamos decir, en definitiva, que sean buenas y a cuáles les negaremos dicho reconocimiento? Esta pregunta toma una mayor dimensión en cuanto reparamos que distintas personas tienen valoraciones diferentes sobre un mismo hecho estético. Y esto sucede así incluso tratándose de personas con un similar nivel de sensibilidad o educación estética.

Uno mismo puede cambiar de criterio conforme el transcurso de cierto tiempo, para tener valoraciones diversas, en dos momentos distintos, sobre un mismo hecho artístico en particular. ¿Acaso no nos ha sucedido que una canción, una película, la obra de un artista plástico o una novela que en su momento nos parecieron maravillosos, años después, a la luz de otras experiencias o puntos de vista, se nos revelaron como intrascendentes? ¿Y no nos habrá pasado en otros casos al contrario, que expresiones que en su momento merecieron nuestro desprecio por parecernos carentes de valor, con el tiempo cobraron interés y trascendencia a nuestro propio nuestro juicio?

En cualquier caso la frase de Ellington nos remite a otra similar debida a José Marti, quien alguna vez expresó que los hombres se dividen en dos bandos: por un lado los que aman y fundan, y por el otro quienes odian y deshacen. Dicho en otras palabras: los hombres buenos y los malos; así como buena o mala puede parecernos determinada música, una obra literaria, o cualquier otra manifestación estética.

La relación es simple: tanto la ética como la estética plantean el grave dilema de la subjetividad. A su vez la subjetividad favorece el surgimiento de dicotomías. Estamos en presencia de la famosa grieta, que divide el mundo en posiciones enfrentadas. Para comprender las cosas las ubicamos en una vereda o en la otra: o en la vereda de lo bueno o de lo malo. Nosotros mismos tendemos a ubicarnos dentro de un marco similar. Nos identificamos con tendencias, categorías y rótulos, porque de este modo nos resulta más sencillo hacernos cargo del mundo. Somos de derecha o de izquierda, verdes o celestes, intelectuales o populares, etcétera. Así vemos las cosas. Y esto deriva en un nuevo problema: no existe una manera clara y definitiva de determinar cuáles son los límites precisos de estas veredas. 

Hay todavía una frase más, relacionada también con las dicotomías. Es la que asegura que las personas en definitiva pueden ser divididas en dos categorías: por un lado aquellas siempre dispuestas a dividirlo todo en dos categorías, y por el otro aquellas otras que se resisten a hacerlo. La humorada no deja de ser efectiva para mostrarnos que nuestra comprensión del mundo no deja de depender, al fin y al cabo, de una decisión. De una manera posible, aunque no única ni mucho menos definitiva, de catalogar las cosas.

Lo cierto es que la realidad siempre es más compleja que cualquier lectura que sobre ella podamos hacer. Eso vale para cualquier aspecto de ella que deseemos analizar, ya sea ético o estético. Volvemos así al inicio de nuestras líneas. 

De manera que aquí tenemos de nuevo la famosa grieta. Unos se ubican de un lado, los otros se acomodan del otro. Podemos ser reduccionistas, y pretender que las cosas son buenas o son malas, o podemos intentar hilar un poco más fino. La primera opción es sin duda la más cómoda, la que exige menores esfuerzos. La segunda es la que podría reportarnos mayores beneficios, al acercarnos una mirada más rica, más compleja y más completa.

Si quisiéramos realizar una síntesis posible a partir de estas dos veredas enfrentadas, en un intento por atenuar en alguna medida la grieta de la que venimos hablando, podríamos arriesgar una alternativa. Y decir entonces que es posible que existan dos grandes categorías, consideradas de una manera global. Una que se corresponde con lo que es bueno y la otra reservada para lo que es malo, ya sea que consideremos el terreno de la ética o el de la estética. Y las personas, o los actos y las expresiones que llevan a cabo esas personas, o quizás las valoraciones que hagamos, sea en relación a esas personas o bien a esos actos y expresiones, se acomodan a veces en dichas categorías.

Pero esto sucede solo a veces. En rigor de verdad, apenas unas pocas veces. Por lo general una apreciación que pretenda ser no digamos objetiva, pero al menos sí justa, o al menos producto de una detenida reflexión, llevará a que las cosas caigan en ciertos incómodos bordes, o bien se irán desplazando, más o menos levemente, de un sector al otro, según las circunstancias, o irán mutando y cruzando de un lado y del otro de ese límite imaginario, impreciso y probablemente imposible de delimitar de una vez y para siempre, muy a pesar nuestro.

Es que toda realidad, tal como lo hemos sugerido, es de hecho invariablemente más compleja que cualquier lectura que sobre ella podamos hacer. Germán A. Serain

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