El tiempo es una línea que los humanos atraviesan en dirección recta: nacen, viven, mueren. El cuerpo aprendiz, torpe niño, ágil durante la juventud, gana experiencia y pierde velocidad a medida que avanza la adultez. La cáscara que habitamos evidencia el desgaste, la repetición de conductas, el cansancio. Pero en el caso de los violines y la viola que tocaron Pablo Saraví, Hernán Briático, Fabrizio Zanella y Adrián Filizia, los integrantes del Ensamble Instrumental Fernández Blanco, su vejez es la antípoda de la nuestra. Estos conciertos extraordinarios se realizan con su propia colección de Instrumentos Musicales Notables.
Después de una década en silencio –algunos estuvieron callados más tiempo– despiertan con una lozanía renovada, tersos, listos, como si después del encierro, de la prolongada oscuridad que los mantuvo lejos de la vida, no tuvieran nada que reprochar, sino ganas inmensas, bien contenidas, de exhalar con tranquilidad, de ser sonido, de transformar en música a los signos escritos.
“La diferencia la siente el que toca, más que quien escucha” dice Pablo Saraví respecto de estos instrumentos. “Responden más rápido al tacto; ahí es donde ellos ofrecen y uno puede buscar más”. Esta búsqueda en la ejecución se arma, y se encuentra, en el diálogo con los graves que aportan el violoncello (Gloria Pankáeva) y el contrabajo (Luis Tauriello), ambos instrumentos actuales, y la voz exquisita de la soprano Soledad de la Rosa, de destacada intervención en el Aria Nº 9 y el Aria de Dalilah de Haendel, así como en el Salmo 113, Laudate pueri dominum de Vivaldi.
Contrapuntos y armonías se reciben con deleite y gratitud. Las vibraciones se alcanzan, se suman, se acompañan. Hay pleno disfrute de las formas que flotan y hacen eco. Estamos en presencia de piezas frágiles, sin afanes de ningún tipo, nobles, resucitadas gracias al trabajo de dos maestros: el luthier Horacio Piñeiro y el mismo Saraví, hombres dedicados que entienden de vetas, lastimaduras y lapsus de congelamiento en los que duerme, pero todavía late –afortunados nosotros– el alma vigorosa del instrumento.
La pieza más importante de la colección es un Guarnerius del Gesú de 1732. Apareció solo para construir, junto con la soprano, el aria Wenn die Frühligslüfte streichen de Johann Sebastian Bach. Este violín llegó de la mano de Fernández Blanco en 1900 y hoy ha dejado el aire impregnado con un tono fuerte, brillante, rico en matices, algunos más metálicos, otros más dilatados, mantenidos por el largo aliento del arco y del intérprete. Algo de inmortalidad debe haber en esa frescura que, al contrario de las personas, adquiere con los años la madera, el barniz, los arcos, la voluta, las clavijas.
Lo mismo ocurre con el violín original de Andrea y Giuseppe Guarneri (padre e hijo) de 1783. O de la viola de 1690, atribuida por Piñeiro a Giovanni Grancino. Las cuerdas, que tensan el instrumento hasta hoy, después de tres siglos, nos sirve para recordar que la vida de una persona es una parte ínfima de la historia total, pero la voz esencial de la naturaleza perdura cuando hay una labor certera. Y manos amorosas, claro, como las del Ensamble Instrumental Fernández Blanco, dispuestas a entregar su oficio en pos de la música, es decir, en pos de la humanidad. Natalia Mejía
Fue el 3 de junio de 2015
Museo Isaac Fernández Blanco
Suipacha 1422 – Cap.
(011) 4327-0228
museofernandezblanco.buenosaires.gob.ar
Pingback: MUSEO FERNÁNDEZ BLANCO, el centenario - Martin Wullich