CASSIUS CLAY, un responso

Louisville lloró dos veces

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El hijo pródigo venía de una “eterna” suspensión deportiva, después de volver y vencer en Atlanta a Jerry Quarry y al guapo de Ringo; pero esa noche de 1971, en el Madison, el jurado fue implacable. Ganó Joe Fraizer, aunque su cara estaba rota y la de Alí entera. Aunque el estadio de pie ovacionaba a Cassius Clay, que levantaba los brazos y movía la cabeza en un gesto de “no me hace nada” mientras “Smokin’ Joe” apoyaba la frente en el pecho del contrincante, descargaba sus puños de furia en unos flancos que resistían todo y Angelo Dundee (manager del más grande) se desesperaba con las bravuconadas de su pupilo. Alí tuvo como segundo al mejor, aunque siempre hizo lo que quiso: inclusive esa derrota.

Pero toda la comunidad negra de Louisville (Kentucky) la lloró, la tomó como propia, como si en Nueva York hubiese muerto Superman. Se sintieron abandonados, desamparados, tristes, desolados. La ciudad lloró lágrimas negras, lágrimas de despojo: había perdido a su Rey, su único Rey. Alí los vio, los miró, los observo, sufrió, le tembló la pera y volvió. Volvió por el cetro deportivo usurpado, volvió por los suyos, volvió por todos. Y tras vencer a todos, incluido (dos veces) Frazier, se calzó la corona una vez más ante el más fuerte de la historia y Louisville rió, festejó, lloró, gritó, entonó un blues, se emborrachó y… qué sé yo. A los pies rendido un león, George Foreman.

La vida siguió, perdió, ganó el título por tercera vez y enfrentó un parkinson todavía siendo boxeador. Si contamos sus últimos 34 años de ese mal, venció. Otra vez, el deportista más grande de todos los tiempos, seguía ganando con una antorcha olímpica o repartiendo un nuevo mensaje de paz por el mundo. Es verdad, ahora los 700.000 ciudadanos de Louisville volvieron a llorar. Y las lágrimas ya no son solo negras, también blancas. No son solo de Kentucky, sino del mundo. Un mundo que vio la transformación del púgil invencible en un incontenible decidor de lo bueno.

Es que las lágrimas, más generosas que nunca, no podrán enterrar lo no enterrable, sino recordar al que voló con sus piernas, al que se elevó con su cabeza, al que finteó al viento y al que le dio alegría al boxeo con sus puños invisibles. Así sí, Louisville… ¡seguí llorando! Mariano Francisco Wullich

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