Akhnaten – Intérpretes: Richard Bernstein, Aaron Blake, J’Nai Bridges, Anthony Roth Costanzo, Zachary James, Dísella Lárusdóttir, Will Liverman – Música: Philip Glass – Escenografía: Tom Pye – Vestuario: Kevin Pollard – Iluminación: Bruno Poet – Coreografía: Sean Gandini – Dirección musical: Karen Kamensek – Puesta en escena: Phelim McDermott
En lo único en que convendrán los asistentes a la transmisión cinematográfica de la ópera Akhnaten desde el Metropolitan Opera neoyorquino a todos los rincones del planeta es el no poder sacarse de encima –sea por minutos, horas, días o semanas– la obsesiva persecución sonora pergeñada por Philip Glass.
Música hipnótica, música total, música vacía, música adictiva, música soporífera, quizás meditación, quizás arrobamiento, quizás anestesia o simple “wallpaper music” como se dio en llamar en un principio a los trabajos del octogenario compositor americano, lo cierto es que Akhnaten deja su impronta indeleble en el espectador.
También estarán de acuerdo en que la extraordinaria puesta en escena de Phelim McDermott, originada en Londres y Los Angeles, es el envoltorio perfecto que contribuye inmensamente y que en más de un renglón completa la extensa partitura. Es otro caso en que el aspecto visual cumple un apoyo tan esencial como la música, ayudando a su comprensión, aprehensión y compleción.
Esta cuarta incursión de Glass en el Met -la primera fueron solo dos funciones de Einstein on the Beach en 1976, luego The Voyage en 1992 seguida por Satyagraha en 2008 también dirigida por McDermott- es asimismo consagratoria para Anthony Roth Costanzo. El contratenor, que ya había probado el escenario metropolitano en The Enchanted Island y en Die Fledermaus, halla en el faraón en cuestión un vehículo ideal para entronarse en un lugar único en el género.
Podría afirmarse que Roth Costanzo “es” Akhnaten, se ha fundido en él, su estampa, su porte, su andar, su mirada y su voz evocan infaliblemente al mítico regente, andrógino y poseído, del que tan poco se conoce y que el contratenor aborda con rara familiaridad. Si su extático Himno al Sol marca el cenit vocal de la velada, es su silenciosa muerte en brazos del monumental Zachary James (quien redimensiona su Amenofis III con autoridad y presencia magníficas) el más humano, quizás único momento estremecedor de la ópera. En esa mueca inolvidable, en su cuerpo transformado en pajarito muerto abrazado al recuerdo de su padre, trasunta la inexorable imposibilidad de cambiar del género humano, hoy como hace tres mil años. Lamentablemente, las férreas reglas puritanas de la televisación impidieron apreciar el vital desnudo del cantante, una de las claves de la puesta con ricas alusiones y diversas lecturas.
En su debut metropolitano, la excelente joven mezzo J’Nai Bridges lo secunda como la legendaria Nefertiti, papel en exceso decorativo en la ópera y que podría ser material para una ópera en si misma. Al mismo nivel Disella Larusdottir como la Reina Tye completa un elenco sin fisuras con Aaron Blake y Richard Bernstein.
La funcional escenografía de Tom Pye en plano de jeroglífico que como papiros van desenvolviéndose hasta cobrar vida, sumada al vestuario de Kevin Pollard hacen de estos “tableaux vivants en cámara lenta” una fiesta para los ojos, especialmente los elaboradísimos trajes que viajan en el tiempo, desde las reales Meninas, la piel-tierra ajada por el sol y la iconografía rusa o cuzqueña a sus ironías colonialistas, cuando no victorianas; por otra parte, trajes dignos de pertenecer a un museo.
Con la inclusión de la notable troupe Gandini Juggling, McDermott se atreve a unir malabares visuales con el entramado musical de Glass sincronizándose con cada acorde. Es un movimiento de alto riesgo que otorga fluidez e insólito asombro a la pieza, un golpe de teatro casi genial si no fuera porque en instancias corre el peligro de saturar con ribetes de Cirque du soleil poco apropiados para este caso. No obstante, vale destacar que la intrincada coreografía de Sean Gandini no sólo es un deleite sino que literalmente ata cabos sueltos,conecta los puntos.
El destacable trabajo de la directora debutante Karen Kamensek se refleja en una orquesta que responde atenta y admirablemente a los rigores de Glass aunque sin eclipsar a la espléndida versión original del estreno en Stuttgart bajo Dennis Russell Davies, tanto mas ágil, vigorosa y transparente. En ecos sinuosos o espiralados el Coro Metropolitana es sencillamente espectacular.
El breve reinado del quijotesco Akhnaten poco tiene que ver con óperas como Aída, Julio César en Egipto o Antonio y Cleopatra, es una suerte de visitante ajeno al mundo tradicional de la ópera. Sí quizás demasiado larga -no le vendría mal una revisión-, no ha perdido vigencia adaptándose a un momento donde la civilización humana más autodestructiva y ciega que nunca debería aprender del ascenso y caída de un visionario soñador de luz, defenestrado por las fuerzas de la mas rígida oscuridad. El mensaje esencial de Glass permanece intacto. Sebastian Spreng
Se dio hasta el 7 dic. 2019
Metropolitan Opera
New York – USA
metopera.org
Comentarios